Apalancamiento
Supongamos que la UEFA, en un extraño sorteo, empareja al Bayern de Munich y al Alpedrete. Se trata de una eliminatoria realmente difícil para el simpático club madrileño, porque los dos partidos se juegan en Alemania, el Alpedrete tiene 14 lesionados y el árbitro, qué casualidad, es socio del Bayern. Aunque a usted le cae muy bien el Alpedrete, desconfía de sus posibilidades. Va a una casa de apuestas y mira a cuanto se paga cada resultado. Si gana el Alpedrete, obtiene 100 euros por cada euro apostado. Si gana el Bayern, obtiene 1,10 euros. Duda un rato, pero, siendo un hombre sensato, acaba poniendo un billete de diez a favor de los alemanes. Quienes, en efecto, superan la eliminatoria. Pasa usted por caja y le devuelven su billete de diez, y un euro de beneficio. Enhorabuena.
Pero entonces se pone a pensar. ¡Era una apuesta segura! Lamenta no haber jugado más dinero. La verdad es que su cuñado Paco, director de una sucursal bancaria, no habría tenido problema en prestarle 1.000 millones de euros durante 24 horas. A un tipo de interés normal, el crédito a un día podría salirle por cuatro milloncejos. Y mil millones a favor del Bayern le habrían reportado cien de beneficio. Menos cuatro que se llevaría el banco, 96 para usted. Sin haber invertido un céntimo de su propio bolsillo.
A eso que podría usted haber hecho, y no hizo (porque ni el Bayern compite con el Alpedrete ni el capullo de su cuñado va a prestarle 1.000 millones), se le llama apalancamiento financiero.
Apalancarse consiste en invertir con dinero prestado y, como habrá comprobado con el ejemplo de la apuesta, permite multiplicar los beneficios. Aunque también, si la apuesta sale mal (imagine lo que habría pasado de ganar el Alpedrete), multiplica las pérdidas. De ahí la actual crisis.
La burbuja inmobiliaria constituyó un fenómeno de apalancamiento cósmico. En el que tal vez participó, a pequeña escala, usted mismo. O su cuñado Paco. Quizá fue usted uno de los que compraron un piso por 200.000 euros, enteramente cubiertos por una hipoteca, y lo vendieron por 300.000 al cabo de un año. En teoría, ganó 100.000 euros. En la práctica, no ganó nada porque ese mismo día se hipotecó por 400.000 para comprarse un piso un poquito más grande. Pero eso no viene al caso.
Los grandes especuladores inmobiliarios no se jugaban su propio dinero. Para eso estaban las cajas de ahorros. Corrupción al margen, cada operación sobre solares y ladrillos se veía como un Bayern-Alpedrete: una apuesta segura. Y con un margen muchísimo mayor. Con un préstamo de mil millones podía obtenerse un beneficio de 2.000 en poquísimo tiempo.
El apalancamiento desmesurado ha sido probablemente el rasgo más característico de las décadas locas que empezaron hacia 1980, con la desregulación y liberalización de los mercados financieros. Y el chiringuito inversor más típico de esta era imbécil (en la que, pese al desastre, seguimos viviendo) ha sido el “hedge fund”, traducible como “fondo de cobertura” o, más honestamente, “fondo de alto riesgo”.
Los “hedge fund” pueden apostar a que un valor subirá, o a que bajará. Juegan con todo tipo de instrumentos (futuros, seguros de cobertura y otras delicadezas de las que ya hablaremos otro día), algunos de ellos incomprensibles para sus propios inventores, pero eso no tendría mayor problema si apostaran con su propio dinero. En ese caso, podrían ganar o perder, como cualquiera.
Los grandes especuladores no jugaban con su propio dinero
La larga cadena de acontecimientos acaba en el paro de quienes nunca especularon
El problema consiste en que durante los años de prosperidad los “hedge funds” fueron hinchándose a crédito. Paul Krugman, premio Nobel de Economía, señala que algunos de esos fondos podían llegar a invertir en una determinada operación una cantidad cien veces superior al capital de sus dueños: “Eso significa”, dice Krugman, “que una subida del 1% en el precio de sus activos, o una caída equivalente en el precio de sus deudas, duplica el capital”.
Buen negocio, ¿no? El más célebre gestor de un “hedge fund”, James Simons, un matemático especializado en invertir a partir de fórmulas y algoritmos, ingresó en 2008 más de 2.000 millones de euros. Todo para él solito, después de repartir los beneficios entre sus socios.
Vale. Volvamos al ejemplo de Krugman. Un “hedge fund” con un capital de un millón invierte cien millones en una operación complicada y no le sale del todo bien. El valor que adquirió por cien millones sufre una ligerísima depreciación del 1%. ¿Qué pasa? Que ese 1% representa un millón. Es decir, todo el capital propio del “hedge fund”. Restando el préstamo, el “hedge fund” queda en la ruina.
¿Qué pasa cuando la caída no es del 1%, sino muy superior? Que se multiplican las pérdidas. Pánico en los mercados, créditos gigantescos que no se devuelven al banco, quiebra del banco, reventón de las burbujas y toda esa larga cadena de acontecimientos que, por razones más o menos repugnantes, acaba en el desempleo de quienes no especularon en su vida.