Reformas estructurales
Periodista
Parecía una buena idea. Perversa, pero inteligente. Su paternidad no corresponde al gran George Orwell, aunque se haya acuñado el término orwelliana para definir un tipo de sociedad esencialmente totalitaria (es decir, sin alternativas posibles) en la que el poder manipula las mentes gracias a un lenguaje eufemístico; en la novela 1984, Orwell se limitó a caricaturizar el nazismo y el comunismo, inventores de unos mecanismos de propaganda que, paradójicamente, han alcanzado su culminación en los actuales sistemas posdemocráticos. Como decía, parecía una buena idea.
Fueron los generales de Estados Unidos, tras el desastre de Vietnam, quienes empezaron a aplicarla de forma sistemática, y funcionó bastante bien. “Campo de batalla” sonaba a carnicería caótica y sangrienta; “teatro de operaciones”, en cambio, sugería un escenario limpio y ordenado en el que profesionales cualificados ejecutaban pulcramente su tarea. Lo mismo podría decirse de otros eufemismos brillantes. “Matanza de civiles” suena horrible, mientras que “daños colaterales” evoca algún tipo de accidente sin demasiada importancia. Los ejemplos son abundantes y sobradamente conocidos: en lugar de “represión” se dice “pacificación”, se sustituye “invasión” por “intervención”, etcétera. La presunta buena idea se aplicó luego al terreno político y, con altísima intensidad, a la economía. Recordarán ustedes cuando las burbujas financiera e inmobiliaria no podían estallar, sino que (en un desafío a la física y a la lógica) iban a deshincharse con dulzura hasta el “aterrizaje suave”. Y aquel gran momento de José Luis Rodríguez Zapatero en que la peor crisis mundial desde 1929 se convirtió en una “brusca desaceleración” dentro de un “escenario de crecimiento debilitado”. En España, quizá incluso más que en otros lugares, la neolengua ha triunfado de forma plena. Llevamos una buena temporada de “crecimiento negativo” (un oxímoron delicioso), de “movilidad exterior” y de “consolidación fiscal”. No sigo con ejemplos, por no aburrir.
A causa de la neolengua hemos asumido algunos conceptos aberrantes. Hay quien, con la mejor voluntad, reclama una “sanidad gratuita”, olvidando que lleva toda la vida pagándola con sus impuestos y cotizaciones y que de lo que se trata es de no pagar dos veces por ella. La mente humana, sin embargo, es compleja y de una adaptabilidad tremenda. Con un poco de tiempo, consigue desplazar enormes cargas semánticas de un lugar a otro. La gran idea del neolenguaje y del eufemismo sistemático llevaba incorporado un defecto: cualquiera puede aprender ese idioma nuevo y manejarse con él. No sé si a ustedes les ocurre, pero una palabra como guerra empieza a sonarme a simple recurso periodístico (“guerra de precios”, “guerra abierta en el PSOE”, “guerra al desempleo”); por el contrario, en cuanto escucho “misión de paz” preveo un montón de muertos.
Cada día el neolenguaje incorpora términos sutilmente venenosos
Es aún peor lo que me sucede con la palabra reforma. Antes le atribuía un sentido positivo. En su antigua acepción contenía ideas relacionadas con la justicia (“reforma agraria”), la modernización (“reforma ortográfica”) o incluso, a un nivel más prosaico, la prosperidad personal (“reforma de la cocina”). Ahora me acongoja, y me provoca un cierto malestar físico cuando va acompañada por el adjetivo estructural. Cada vez que oigo la frase “reforma estructural” me siento más pobre y más cabreado con los que se hacen, gracias a ella, aún más ricos. Escribo esto poco después de que Christine Lagarde, directora gerente del Fondo Monetario Internacional, haya exigido a España la enésima “reforma estructural”. Dentro de ella debe figurar, dice Lagarde, una nueva “reforma del mercado laboral” para que este sea “más favorable al empleo”. Creo manejarme con cierta soltura en el neolenguaje, pero en esta ocasión no pillo la idea. Veamos: los salarios han bajado, las condiciones de trabajo han empeorado, los derechos han desaparecido, la inmensa mayoría de los contratos son temporales, los despidos salen baratísimos. ¿Hay que sufrir todavía más? Si además de mal pagados, sumisos y predispuestos a la “movilidad exterior”, recibimos unos azotes cada mañana, ¿se creará un contexto “más favorable al empleo”? ¿Hay que seguir destruyendo empleo para crear empleo? ¿Es este el mismo Fondo Monetario que no hace mucho reconoció haber agravado el destrozo de la economía griega?
Compruebo que el neolenguaje nunca llega a dominarse por completo. Se trata de una creación en marcha, de un idioma en construcción que incorpora cada día nuevos términos, aún más sutilmente venenosos. La ventaja consiste en que lo sabemos. Ya hemos aprendido que algo tan neutro como intervención provoca resultados horribles (véase el caso griego), que algo aparentemente bueno como un rescate es en realidad tan malo que ha sido borrado del diccionario del neolenguaje y sustituido por línea de crédito, que a su vez, dado lo mal que nos portamos cuando los bancos daban crédito (ah, aquella gran vidorra por encima de nuestras posibilidades con la que en otros tiempos martirizamos a los inocentes bancos), será pronto reemplazada por alguna otra cosa.
¿Saben en qué acabará todo esto? En que algún día alguien nos prometerá “sangre, sudor y lágrimas”, como Winston Churchill en la Segunda Guerra Mundial, y nos sonará a gloria.