Medias verdades sobre un gigante
Google no se comporta como una empresa ética. Conviene ir pasando de hacerle el juego, aunque ello requiera un poco de esfuerzo
Quizá hubo un tiempo en que la misión de Google fuera la que todavía figura en su página web: "Organizar la información del mundo y hacer que sea útil y accesible para todos". Ya no me resulta creíble. Sus prácticas me parecen más bien alineadas con la máxima de Milton Friedman según la cual la responsabilidad social de los negocios se limita a aumentar sus beneficios. Aun así, Google no sería veraz ni siquiera admitiendo que a eso es a lo que juega. Porque había un añadido en la afirmación de Friedman que Google no cumple: "Siempre que se mantenga dentro de las reglas del juego, es decir, que participe en una competencia abierta y libre, sin engaños ni fraudes".
Imponer las reglas
Cuando las reglas del juego no le convienen, Google las ignora mientras intenta de facto imponer las suyas. Así lo han evidenciado decisiones recientes de la Comisión Europea y los tribunales norteamericanos sobre la legalidad de sus prácticas de competencia, así como las múltiples causas abiertas sobre el respeto a los derechos de autor.
Google gusta de presentarse como una empresa tecnológica. No lo es. Sus cuentas muestran que su negocio principal es el marketing y la publicidad, que durante la mitad de 2024 generó el 76,4% de sus ingresos totales y la práctica totalidad de sus beneficios. Por eso no hay que tomar al pie de la letra su afirmación de: "Nuestra aspiración es dar a cada cual las herramientas que necesita para aumentar su conocimiento, salud, felicidad y éxito". Si eso resuena a marketing untuoso, es porque lo es. No me sorprendería que en Google fuera de lectura obligada el recomendable libro sobre la persuasión en el que Robert Cialdini se explaya sobre armas de influencia automática —empezando por la oferta de todo gratis— que expertos en la materia emplean de modo habitual para conseguir lo que quieren. Google sería más creíble si admitiera que diseña sus productos con el objetivo de captar más información sobre sus usuarios y utilizarla así para servir mejor a sus clientes: los anunciantes. Tengo nula esperanza de que algo así suceda.
Cuando hace 20 años empezamos a utilizar el buscador no éramos conscientes de las medias verdades de Google. Recuerdo, que al principio de la web, algunos maniáticos del orden manteníamos listas de nuestros enlaces favoritos pulcramente ordenadas por carpetas. Casi nadie lo hace hoy. Kyle Chayka destripa muy bien en The New Yorker cómo millones de personas se han acostumbrado a que sea Google el que interprete lo que buscan y decida, en connivencia con los artistas del SEO y con la ayuda de técnicas de IA que llevan años utilizando, encaminarles hacia lo que su algoritmo escoja como lo más relevante. Como el El Roto representaba en una de sus viñetas, Google se ha convertido, al margen del control de los procesos democráticos, en un poder de facto, tanto más influyente cuanto más sigiloso.
Otro hemisferio cerebral
Las bibliotecas y los archivos clasifican, ordenan y custodian conocimiento; proporcionan estructura. No es el caso de Google. Una viñeta en The New Yorker muestra a una pareja delante del televisor lamentándose: "Ahora que puedo ver lo que quiera, cuando quiera, mi vida carece de estructura". Cámbiese "ver" por "acceder" y la tele por un ordenador y el mensaje sigue siendo válido.
Sergey Brin, uno de sus fundadores de Google, manifestó aspirar a que su empresa llegue a ser el "tercer hemisferio de nuestro cerebro". Ahora que andan liados en la pugna por liderar la IA conviene ponerse en estado de prevenidos. La ética guía tanto sobre lo que conviene hacer como sobre lo que conviene evitar hacer. Google no se comporta como una empresa ética. Conviene ir pasando de hacerle el juego. Aunque ello exija un poco de esfuerzo.