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Alterdigitalistas del mundo

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Getty images

El proyecto de sociedad digital ya estaba perdiendo lustre como utopía poco antes de la pandemia. Publicaciones como The Economist, The New York Times o el Financial Times, para nada sospechosas de activismo de base, se hacían eco de un fenómeno emergente de techlash, de reacción a los excesos de las grandes empresas del sector tecnológico. Era la manifestación del sentimiento de que los gigantes digitales acumulaban cuotas desmesuradas de riqueza, a la vez que de poder sobre la economía, la política, la democracia y la mente de las personas. Eran demasiado grandes; incurrían en prácticas anticompetitivas; hacían uso deliberado de técnicas de diseño digital para erosionar la privacidad de las personas y capturar su atención; se escudaban en una interpretación discutible del derecho a la libertad de expresión para prestarse a vehicular campañas de desinformación y de contenidos socialmente indeseables (racistas, de odio, xenófobos, antidemocráticos).

El techlash se diluyó cuando el sector digital ayudó a sostener la actividad económica y las relaciones sociales durante la pandemia de covid-19. Reaparece ahora, en parte porque persisten las circunstancias que motivaron su aparición hace cinco años. Así lo reflejan estudios de opinión que detectan caídas notorias en la confianza social en el sector tecnológico. Una pérdida de confianza que se acentúa por las alarmas generadas por el comportamiento éticamente irresponsable de grandes empresas tecnológicas en su competencia por liderar el mercado de la inteligencia artificial (IA).

Así y todo, es hasta cierto punto sorprendente que la reaparición del techlash vaya acompañada por un resurgir del interés por el ludismo, un movimiento que apareció en Inglaterra a finales del siglo XVIII como reacción violenta al modo en que se introdujo la automatización y el traspaso de la producción textil a las fábricas.

El discurso hasta ahora dominante sobre innovación, tecnología y progreso ha ubicado a los ludistas en el lado equivocado de la historia. Para los gurús de la innovación, ser tachado de ludita equivale a una descalificación aplicada a personas que se resisten al cambio tecnológico y a los beneficios que aporta la tecnología. Por contra, la historia ha demostrado que aunque los luditas más radicales destruyeron máquinas y quemaron fábricas, el ludismo no se oponía a la tecnología, sino a cómo los arribistas de la época la explotaban para su beneficio privado, sin importarles la destrucción de los medios de vida de la comunidad.

La reivindicación del ludismo se acompaña de propuestas del resurgir de un neoludismo, esta vez dirigido a contrarrestar los excesos de la digitalocracia de la IA. Me parece un error. De entrada, porque lleva a recordar que el ludismo fue exterminado por una actuación represiva del ejército británico, respaldada por un Parlamento en el que la burguesía capitalista tenía mayor influencia que los artesanos textiles. Simpatizo con el espíritu de los luditas, pero preferiría no ser represaliado como ellos, ni siquiera en el ámbito virtual.

Sucede además que el nombre crea la cosa, y el del ludismo está inevitablemente ligado al pasado. Cuando de lo que se trata es de articular futuros digitales alternativos, parece más prudente seguir la recomendación de Lakoff: escoger un nombre, arroparlo con valores y desde ahí enmarcar el debate y la pelea. Propongo para ello, en tanto alguien invente uno mejor, utilizar el término alterdigitalismo. Queda bastante por hacer antes de izar una bandera con el lema "¡Alterdigitalistas del mundo, uníos!". Pero por algo se empieza.