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Alinear a los autómatas no será fácil

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Hombre programa robot

Ilustración
generada con IA

En el cuento de Goethe, a un aprendiz de brujo se le va de las manos su intento de exorcizar a una escoba para que haga la limpieza que su maestro le había encargado. A su vuelta, éste, después de arreglar el desaguisado, no puede menos que advertir al joven que un aprendiz sensato no debería atreverse a invocar a espíritus poderosos.

En las culturas ancestrales, el acceso a los misterios estaba reservado a brujos y sacerdotes. En nuestros días, cuando la naturaleza de la inteligencia humana sigue siendo en buena medida un misterio, ¿cuál sería el calificativo apropiado para quienes se empeñan desde hace décadas en construir inteligencias artificiales? ¿Brujos?, ¿aprendices?, ¿o tal vez farsantes, que los hay?

Procede en primer lugar constatar que, a falta de una definición precisa de inteligencia, el sector tecnológico lleva tiempo calificando de modo impropio como “inteligentes” (smart) a un conjunto heterogéneo artefactos y servicios, desde los smartphones a las smart cities, a los que como mucho cabría calificar como espabilados. Un abuso de lenguaje en absoluto inocente, dado que la sobreventa de las capacidades de los artefactos digitales relega a un discreto segundo plano aspectos relevantes de la inteligencia humana. 

Por otra parte, lo mucho que se publica últimamente acerca de la inteligencia artificial (IA) permite identificar dos niveles diferenciados de expectativas acerca de esta tecnología. Figuran en un bando quienes esperan que las mejoras en los algoritmos y en las capacidades de cálculo den lugar de algún modo hoy por hoy inexplicable a la aparición de una inteligencia artificial general (AGI) que igualaría o superaría a la humana. Otros, en línea con los pioneros que inauguraron esta disciplina a mediados de los 1950s, confían en que los sistemas de IA conseguirán simular con éxito cada vez más facetas del comportamiento de una persona inteligente, admitiendo que los autómatas que crean no son inteligentes, sino que se limitan a parecerlo en algunas circunstancias.

Las diferencias entre ambos bandos tienen un trasfondo filosófico. Sospecho que los más fervorosos creyentes en la AGI se inclinan a considerar que los humanos somos autómatas bioquímicos, y nuestro cerebro, una especie de computador sofisticado. Y que descartarán como carente de base la afirmación filosófica de que "El ser humano es un ser espiritual libre". Recuerdan en este sentido al aprendiz de brujo de la fábula de Goethe, que se sintió tan capaz como su maestro de hacer prodigios con la sola fuerza de su mente. Ni los aprendices, ni mucho menos los farsantes, sienten por los misterios la reverencia que caracteriza a los mejores científicos tanto como al Dumbledore de Harry Potter. Conforta pues constatar que uno de los apóstoles más respetados de la AGI admite, aunque sea con la boca pequeña, que para alcanzarla será necesario un enfoque más científico que el imperante en Silicon Valley.

Decantar las expectativas y eventuales realidades de la AGI llevará unos cuantos años. Entretanto, los expertos se afanan en lidiar con aspectos del funcionamiento de las IA actuales que todavía resultan misteriosos. Las redes neuronales en las que se basa el aprendizaje profundo de los sistemas de IA generativa no son más que un modelo matemático relativamente simple, cuyo entrenamiento se lleva a cabo mediante otra técnica matemática: el ajuste por mínimos cuadrados de los valores de sus miles de millones de parámetros. La observación de Eugene Wigner, Premio Nobel de Física, de que "la enorme utilidad de las matemáticas en las ciencias es algo que bordea lo misterioso, carente de explicación racional", parece también aplicable a la IA. Desde esta perspectiva, la propensión de las IA actuales a generar comportamientos incorrectos o indeseados (las mal llamadas “alucinaciones”) no es más misteriosa que su capacidad de producir resultados con sentido; ambas serían consecuencias inherentes al método utilizado para construirlas. 

De ahí que proliferen últimamente propuestas de alinear las IA con valores humanos, a fin de que estas herramientas de propósito general hagan exactamente lo que quieren sus diseñadores y eviten hacer lo que no consideren adecuado. Es un objetivo problemático, tal vez incluso inalcanzable. La mayoría de nosotros tendría una dificultad considerable en detallar todos los comportamientos que considera como deseables o como inapropiados. Una dificultad que se multiplica cuando se trata de alinear al respecto a varias personas, más aún a toda una sociedad. Bien lo saben los abogados que se ganan la vida explotando las ambigüedades de las leyes, mayores cuando más complejas. Los que se hayan estudiado los 400 y pico folios de la AI Act, la ley de inteligencia artificial de la Unión Europea, deben estar salivando.