La novela policíaca que estoy leyendo empieza relatando el descubrimiento de un cadáver, para continuar luego con un flash-back que sitúe al lector en el contexto en que tuvo lugar el deceso. Creo que el fulminante despido de Sam Altman como consejero delegado (CEO) de OpenAI, la empresa del ChatGPT, puede explicarse con la misma técnica narrativa.
Los hechos. El viernes 17/11, un escueto comunicado de OpenAI anunciaba el despido de Altman, pillando a todo el mundo por sorpresa, al parecer incluyendo al propio interesado. La decisión se justificaba en que Altman no "había sido sincero de modo consistente en sus comunicaciones con el Consejo" de Open AI, que en consecuencia había dejado de confiar en su capacidad de liderar la empresa.
El flash-back. OpenAI se creó en 2015 como una organización sin ánimo de lucro cuyo objetivo era avanzar en el desarrollo de la inteligencia artificial (IA) "del modo en que sea más probable que beneficie a la humanidad en su conjunto". La habilidad para atraer capital que Sam Altman había demostrado en la aceleradora Y Combinator debió ayudar a conseguir que celebridades entre las que figuraban personajes tan poco filantrópicos como Peter Thiel asumieran el compromiso de financiar su arranque aportando hasta 1.000 millones de dólares.
El Consejo de OpenAI se constituyó en su momento con una personalidad acorde a la vocación inicial de la compañía. Formaban parte de él, aparte del propio Altman, personas experimentadas en el asesoramiento a start-ups tecnológicas, además de una experta del Centro de Seguridad y Tecnología Emergente de la Universidad de Georgetown y de Ilya Sutskever, un investigador en IA de Google designado como director de Investigación.
En marzo de 2019, cuando se constataban las posibilidades del aprendizaje profundo de redes neuronales, OpenAI tomó varias decisiones cruciales. La conciencia de que su nueva ambición, el desarrollo acelerado una inteligencia artificial general, requería la inversión de miles de millones de dólares en capacidad de computación, llevó a la creación de una filial, Open AI Global, con Sam Altman como primer ejecutivo (CEO), que habría de atraer nuevos inversores y, esta vez sí, conseguir beneficios.
Resulta plausible conjeturar que ello inyectó en el espíritu de OpenAI una semilla de esquizofrenia. Un Consejo formado para supervisar una empresa sin ánimo de lucro pasó a gobernar una estructura bífida, en la que Microsoft invirtió miles de millones de dólares. Con Altman como líder, la nueva OpenAI se transformó a marchas forzadas en una empresa comercial, lanzando productos como ChatGPT o la facilidad para crear GPTs a la medida sin respetar las mínimas precauciones éticas y de seguridad. Tampoco debía de ser fácil para el Consejo manejar el protagonismo y la ambición expansiva de un Sam Altman, fotografiado como benefactor de la humanidad junto a líderes políticos de todo el mundo mientras promocionaba en paralelo otras empresas al margen de OpenAI. El anuncio por parte de Ilya Sutskever de la creación de una unidad de I+D para acelerar el alineamiento de los sistemas avanzados de IA apunta asimismo a que sus prioridades estratégicas podrían no estar alineadas con las de Altman.
Desenlace. Hasta aquí el contexto, que apunta a la existencia de una crisis larvada en la gobernanza de la empresa. Aunque no está claro cuál fue la gota que colmó el vaso, lo cierto es que los acontecimientos se precipitaron con el despido de Altman, al que siguió la inmediata dimisión de pesos pesados del equipo técnico. Los críticos con la cultura abrasiva de Silicon Valley, de la que Altman es un exponente, celebraron la decisión del Consejo. Por contra, para quienes consideran que Altman es un héroe, la decisión fue torpe e irresponsable. Satya Nadella, el CEO de Microsoft, tomó partido anunciando en apenas 48 horas la contratación de Altman para reforzar la unidad de IA de su empresa. Creo que podemos aprender de este episodio, aunque anticipo que no todo el mundo sacará las mismas conclusiones.