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Los dineros públicos no se regalan a las empresas privadas

La movilización de recursos del Estado sólo tiene sentido si se condicionan a objetivos sociales y se garantiza una rendición de cuentas adecuada

 

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El Gobierno ha activado un plan de ayuda dirigido a las empresas afectadas por la guerra arancelaria impulsada por Donald Trump y también a promover la modernización de la economía. El importe de dicho plan será de 14.000 millones de euros. Estas ayudas se canalizarán a través de avales, créditos a la industria, fondos para reorientar las capacidades productivas y apoyo a la internacionalización. 

Todavía no se conocen los detalles del plan, pero le ha faltado tiempo a Antonio Garamendi, presidente de la Confederación Española de Organizaciones Empresariales, para advertir —amenazar sería un término más apropiado— que un choque de esta envergadura exigirá ajustes en las plantillas. A pesar de que en la coyuntura actual, de enorme incertidumbre, no es posible pronosticar cuál será la situación económica a un mes vista, la patronal ya trata de instaurar un clima proclive a facilitar el impulso de procedimientos de despido colectivo por causas organizativas y previsión de pérdidas. Lo de siempre: pretender afrontar los desafíos empresariales con despidos y ajustes en las condiciones de trabajo.

Al margen de esta declaración —en el estilo casposo y retrógrado que siempre utiliza este personaje y el conjunto de la cúpula patronal— hay algunas cuestiones fundamentales relacionadas con este plan de emergencia que es necesario poner sobre la mesa y que tienen que ver con los recursos públicos que el Gobierno pretende movilizar: ¿Con qué criterios se asignarán dineros que, conviene tener en cuenta, salen del erario público? ¿Qué obligaciones contraen las empresas que los reciben?, ¿Hay que implementar algún tipo de condicionalidad? 

La contestación a estas preguntas es crucial porque la experiencia nos dice que esos recursos, canalizados en formatos muy diversos, han sido captados por las empresas —principalmente por las grandes corporaciones— en su propio beneficio. Por poner un ejemplo cercano, esto es lo que ha sucedido con el Fondo de Recuperación Europea (Next Generation EU, en inglés), consistente en una importante movilización de financiación proporcionada por la Comisión Europea, asignada en su mayor parte en el formato de la denominada “colaboración público/privada”. Dicha colaboración ha supuesto, de hecho, que los recursos y los riesgos han corrido a cargo del sector público, mientras que la gestión de los fondos y los beneficios de las actividades han recaído en las empresas privadas. 

Llegados a este punto, queremos poner el foco en el término “condicionalidad”. Ha estado en el centro de buena parte de las políticas desplegadas por los gobiernos que, como el nuestro, forman parte de la Unión Económica y Monetaria. El visto bueno a estas políticas por parte de la Comisión Europea no sólo exigía el estricto cumplimiento de los criterios de inflación, déficit y deuda públicos establecidos en el Pacto para la Estabilidad y el Crecimiento —y que ahora, por cierto, se flexibilizan para hacer posible el aumento del gasto militar—, sino también la realización de reformas estructurales consistentes en desregular los mercados laborales, reducir el gasto social y privatizar actividades públicas. 

Una condicionalidad inaceptable, que ha tenido consecuencias económicas y sociales muy negativas y que ha mostrado con nitidez el sesgo neoliberal de las instituciones comunitarias y del proyecto europeo. Un término, el de condicionalidad, que ha sido secuestrado y utilizado en el sentido que acabamos de señalar, pero que, en nuestra opinión, puede y debe ser reivindicado… con un contenido muy distinto.

¿Hay que exigir contrapartidas por la utilización de recursos públicos? Sin duda alguna, este es el quid de la cuestión. ¿Cuáles deben ser esas obligaciones? En nuestra opinión, de diversa naturaleza. Pongamos algunos ejemplos.

Las empresas que obtengan dinero o apoyos de las Administraciones Públicas deben comprometerse a mantener el empleo. Pero no sólo eso. En paralelo tienen que asegurar, como poco, el mantenimiento de la capacidad adquisitiva de sus trabajadores. No es de recibo, recibir las ayudas públicas y al mismo tiempo proceder a la realización de ajustes de plantilla, a deteriorar las condiciones de trabajo o a meter la tijera en los salarios. 

Adicionalmente, deben limitarse las retribuciones de los equipos directivos y accionistas, acreditar que las empresas están al día en sus obligaciones tributarias y que no operan en paraísos fiscales. Y, finalmente, todas las empresas que reciben dinero público, en cualquiera de los formatos contemplados por el gobierno, debe poner sobre la mesa un plan en la línea de la transición energética y climática. 

Sobre esto último cabe hacerse otras preguntas: ¿Se realiza algún tipo de análisis del impacto del gasto público? ¿Los fondos públicos que se destinan a empresas privadas están sujetos a algún tipo de evaluación sobre los resultados que generan? La ausencia de una rendición de cuentas eficaz es la norma en las instituciones públicas españolas. Se conceden recursos públicos a entidades privadas, pero ni se sigue la pista de para qué se utilizan dichos recursos, ni se evalúa con garantías los resultados que generan. 

En definitiva, solo con una condicionalidad ligada a objetivos sociales y con una rendición de cuentas adecuada tiene sentido la movilización de recursos públicos, que no sólo deben servir para enfrentar una situación de emergencia —provocada por el carácter errático y hostil de la nueva administración estadounidense—, sino, en paralelo, para avanzar en derechos y en la transformación, bajo los parámetros de igualdad y sostenibilidad, de nuestra estructura empresarial.

El mensaje en consecuencia debe ser transparente: los recursos públicos no se regalan.

Mario Rísquez es miembro del Gabinete Socioeconómico Confederal de la Confederación General del Trabajo (CGT).

Fernando Luengo es economista.