A nivel internacional, la celebración del Mundial en Qatar ha tenido, por lo menos, la virtud de desencadenar un debate sobre qué pueden hacer las aficiones y los deportistas para protestar por algo tan complementario de la corrupción como es la implicación en el deporte de países autocráticos (como Qatar), cuyos dirigentes aprovechan el futbol para blanquear sus crímenes y su reputación de violadores de los derechos humanos. El debate sobre el fenómeno del sportswashing ha llegado a las páginas de medios prestigiosos como el Financial Times. Reconociendo la gravedad de la situación de las mujeres, los homosexuales y los inmigrantes, este medio comparaba a Qatar con Argentina 1978, donde por lo menos parece que el foco del Mundial sirvió para poner bajo la lupa internacional los crímenes de la dictadura de Videla. Sin embargo, a su vez, el Mundial de Argentina tenía precedentes en los Juegos Olímpicos de Berlín con Hitler en 1936, y a nadie se le ocurriría decir que esos juegos, o el Mundial de fútbol y los Juegos Olímpicos de invierno en la Rusia de Putin, fueran una buena idea para la humanidad. Son varias las voces que han sugerido que un requisito para tener la oportunidad de organizar un gran evento deportivo, y la publicidad que eso permite, debería ser un récord intachable de respeto a los derechos humanos.
Amnistía Internacional ha reivindicado que, por lo menos, la FIFA debería crear un fondo para compensar a las familias de los inmigrantes fallecidos en las obras mundialistas de Qatar, aunque sería difícil ponerse de acuerdo en las cifras, entre los tres oficialmente reconocidos por el Gobierno qatarí y los miles denunciados por el diario The Guardian.
En favor del colectivo LGTBI+
Los jugadores de la selección australiana divulgaron un vídeo sumándose a las reivindicaciones pro derechos humanos, y 10 selecciones (ocho de ellas en la fase final del mundial) se han sumado a una campaña por la que sus capitanes lucirán un brazalete en defensa de los derechos de las personas del colectivo LGTBI+. Algunos entrenadores conocidos por sus escasos reparos diplomáticos, como el holandés Louis Van Gaal, han puesto el grito en el cielo sobre la celebración del evento en Qatar.
Ojalá que cuando se lea este artículo, la selección de Luis Enrique se haya sumado a estas campañas. Agradecemos los esfuerzos de personas como el periodista Simon Kuper en el Financial Times por decir que también hay motivos éticos para ver el Mundial (como que lleva alegría a mucha gente infeliz), pero la verdad es que muchos no tendremos la fuerza de voluntad suficiente para sumarnos a una huelga de aficionados, que sería justa. Por el contrario, nos sentaremos ante la tele esperando que España llegue lejos y que el jugador andaluz del Barça Pablo Páez Gavira, Gavi, marque el gol de Iniesta. Y si eso no ocurre, esperaremos que los partidos se eternicen y alcancen agónicas tandas de penaltis sobre las que podamos debatir hasta la eternidad.
Contradicciones
Nos gusta el Mundial porque estamos enganchados al fútbol y sus contradicciones son las nuestras. La igualdad mezclada con la incertidumbre de un juego con un elevado componente aleatorio garantiza las sorpresas. La especial mezcla de fervor nacional y convivencia global nos engancha. Por ello, después de Qatar, el Mundial va a pasar de 32 a 48 equipos, y todas las estructuras que llevaron a la investigación del FBI y las detenciones por corrupción van a seguir en pie, acaso reforzadas.