Historia y futuro de la vivienda en España
Es preciso reducir la influencia del mercado a la hora de determinar quiénes tienen acceso a qué casas y a qué precios
Desde hace décadas el acceso a la vivienda es un factor de polarización social y crisis personales y colectivas. Recientemente, se ha conseguido un acuerdo entre el Gobierno, ERC y Bildu para sacar adelante la ley de vivienda. Más allá de las políticas que se impulsen en la nueva regulación, en este artículo quiero reivindicar un principio que creo que debería orientar las medidas que aspiren a democratizar el acceso a la vivienda.
Se trata de reducir la influencia del mercado para determinar quiénes tienen acceso a qué pisos y a qué precios. Es más fácil escribirlo que hacerlo, pero también es cierto que las palabras pueden llevar a la acción. Empecemos.
El inicio de la historia o el 'decreto Boyer'
Primero haré un breve repaso histórico a las políticas que se han desplegado desde la llegada del PSOE al gobierno, en 1982. En segundo lugar, expondré algunos ejemplos de políticas que deberían combinarse para desmercantilizar los hogares en que habitamos.
En 1985 se aprobó el llamado decreto Boyer, que recibe el nombre del entonces ministro de Economía. Este decreto es importante porque fue un punto de inflexión en el proceso de mercantilización de la vivienda en España. Esta ley supuso que todos los contratos de alquiler suscritos desde entonces no pudieran prorrogarse de forma indefinida, como sí era el caso en la Ley de Arrendamientos Urbanos (LAU) de 1964. De hecho, la ley fue tan radical que incluso decía que los contratos tendrían “la duración que libremente estipulen las partes contratantes”. Claramente, los herederos del primer Pablo Iglesias ya se habían decidido a abrazar el liberalismo y las fuerzas de la oferta y la demanda. No es casualidad que en 1985 empezara el primer ciclo alcista en los precios de la vivienda, que se alargaría, aproximadamente, hasta 1991. En seis años, los precios en términos reales se duplicaron. Para poner coto a la especulación, en la reforma de la LAU de 1994 se fijó una duración mínima de los contratos de alquiler de cinco años.
Es importante pararnos un momento a entender qué pasó. Si uno busca en un manual de economía una explicación puede quedar ligeramente confundido. En general, en estos textos aprendemos que las regulaciones de los mercados dificultan el libre desarrollo de la oferta y la demanda. Por consiguiente, recomiendan liberar —esa palabra que deberíamos recuperar desde la izquierda— a la oferta de cualquier regulación, incluso la de exigir una duración mínima de un contrato de alquiler. ¿Cuál es el problema entonces? En 1985 se desreguló la duración de los contratos, y sin embargo el precio de la vivienda subió. ¿Qué pasó? Pues que otro efecto fue dominante: el hecho de que, desde 1985, los contratos no tuvieran un mínimo de duración convirtió a los hogares en un activo de inversión más atractivo. Básicamente, el Gobierno del PSOE había permitido hacer negocios mucho más suculentos con nuestras casas. Por tanto, aumentó la inversión en vivienda y los precios subieron.
La ley del suelo del PP y las socimis
Como esta historia tiene que ser concisa, ahora saltamos a 1997, el año en que el PP aprobó la ley del suelo. De forma sucinta, esta ley facilitó que muchos terrenos fueran urbanizables con, supuestamente, el objetivo de reducir los precios. Otra vez el manual de texto: aumentar la oferta para bajar los precios. Repetid conmigo: aumentar la oferta… ¿Qué sucedió? Una burbuja inmobiliaria impresionante en la que los precios se triplicaron en cuestión de 10 años, para caer después del reventón financiero de EE UU y provocar una crisis tremenda de la que todavía no nos hemos repuesto.
En otro salto adelante, ahora hablaremos de 2012, cuando el PP bajó la tributación de las Sociedades Cotizadas de Inversión Inmobiliarias al 0%. ¡¡¡Al 0%!!! Las socimis son sociedades que se dedican a la adquisición de viviendas para el arrendamiento. Otra vez, políticas de incentivos que querían reanimar la inversión en vivienda después del estallido de la burbuja. Es importante decir que las socimis tenían en 2012 un capital social mínimo de cinco millones de euros. En otras palabras, no todos podemos tener una socimi y tributar al 0%. Es un privilegio de pocos. Esta es otra característica fundamental: un proceso de concentración de la propiedad que, a su vez, favorece las subidas de precios. Casualmente —¿o sería mejor causalmente?— en 2014 empezó un nuevo ciclo alcista de precios, principalmente de los alquileres, y en cuestión de cinco años subieron alrededor del 50%.
Desde 1985 ha habido muchos cambios de regulación. Por ejemplo, la legalización de los alojamientos turísticos y la creación de los fondos de titulización hipotecaria. No tenemos suficientes caracteres en este artículo para explicarlo, pero sí quiero decir cuál ha sido el denominador común de la mayoría de políticas de vivienda: la promoción del sector inmobiliario como una actividad atractiva para los inversores, en detrimento de la necesidad social básica de tener una casa a un precio asequible. ¿Cómo podemos favorecer la satisfacción de esta necesidad y construir sociedades en las que la vivienda no sea un factor de segregación? De esto trata la siguiente sección.
Políticas para habitar nuestras casas
Antes de hablar de políticas concretas, debemos definir los objetivos. Desde mi punto de vista, hay dos prioritarios: primero, reducir el gasto que realizamos en vivienda. Según datos del INE, de media, el 33% de los gastos de los hogares se destinan a la adquisición de una vivienda. ¿Cómo podríamos reducirlo a, por ejemplo, el 20%? Segundo, garantizar una casa donde habitar a todas las personas. No existe una única política que, como si se tratara de una varita mágica, pueda lograr ambos objetivos simultáneamente. Es necesaria una combinación de políticas públicas que nos permitan avanzar en la consecución de ambos fines.
En primer lugar, hay que restringir las posibilidades de hacer negocio con nuestras casas. Para ello, podemos usar unos cuantos instrumentos a la vez: el impuesto de patrimonio, el impuesto de sucesiones y donaciones, el impuesto sobre bienes inmuebles (IBI) y la regulación del precio y de la duración de los alquileres. El impuesto de patrimonio y el IBI deberían usarse para desincentivar la acumulación de propiedades en pocas manos. Aumentándolos progresivamente según el número de viviendas, los grandes propietarios verían reducidos sus beneficios de la actividad inmobiliaria y marcharían a hacer negocios a otros sectores. El sector público debería adquirir estas casas para ampliar el parque público de viviendas y ofrecerlas a alquileres muy por debajo de los de mercado actuales. El impuesto de sucesiones y donaciones debería usarse con la misma finalidad: desincentivar la acumulación de propiedades para que estas pasen a titularidad pública.
Otro instrumento muy útil a la hora de restringir las subidas de los alquileres es su regulación mediante ley. Es muy probable que la nueva ley de vivienda lo incluya, aunque en el momento de escribir este artículo no se conocen todos los detalles. Sin embargo, para que la ley sea efectiva, es necesario que todos los propietarios, sea cual sea su número de viviendas en propiedad, tengan que estar obligados a cumplir con el precio regulado. Y también muy importante, es preferible no utilizar índices de referencia para calcular los topes de precio de cada zona. Esto es un error, ya que favorece un efecto indeseado: la subida de los alquileres que estaban por debajo del índice, que los hay. La alternativa es no permitir aumentos de precios respecto a los establecidos en los últimos contratos y dejar que el coste real del alquiler se erosione con la inflación. La regulación estatal también debería establecer que los contratos puedan ser prorrogados indefinidamente. De esta manera, se evitaría la renegociación de un nuevo precio cada cierto número de años, limitando también la posibilidad de subidas.
Con este paquete de medidas se reduciría el papel de los grandes propietarios en el sector inmobiliario. En su lugar debería entrar el sector público, con el suficiente presupuesto para garantizar un buen funcionamiento. Este tampoco tendría por qué ser el único gestor de las viviendas, sino que se podría ceder su uso a cooperativas o entidades locales para favorecer la autonomía comunitaria y el mantenimiento personal del parque inmobiliario.