Se buscan empresas para mejorar el mundo
El auge de un nuevo paradigma empresarial que busca aunar rentabilidad y propósito alimenta grandes esperanzas, pero también temores
Y entonces, los empresarios, al darse cuenta de que la codicia y la cultura del beneficio a cualquier precio habían llevado al mundo al borde del abismo con el cambio climático, las desigualdades y las subsiguientes olas de malestar social global, entendieron que las bases de la economía necesitaban un cambio radical por el bien de todos: la lógica del beneficio tenía que dejar paso a un equilibrio, que alineara rentabilidad y valores como dos caras de la misma moneda para afrontar los acuciantes retos de la humanidad. Así nació el paradigma de la economía de impacto, que, en contra de los augurios pesimistas que creían identificar un nuevo lavado de cara del capitalismo o un movimiento marginal, acabó haciéndose hegemónico y, con ello, contribuyó a salvar el planeta y a mejorar la vida de millones de personas”.
¿Una fábula moralizante? ¿Una obra de ciencia ficción que, a diferencia de tantas distopías, tiene final feliz? ¿Una ruta posible para transformar la economía de verdad y hacerla más sostenible e inclusiva?
Es todavía pronto para saberlo con seguridad, pero la llamada “economía de impacto”, que aspira a modificar las leyes de la economía capitalista para que el afán de lucro deje de ser el único motor de la actividad económica y persiga siempre un impacto positivo en la sociedad o el planeta, ha dejado de ser una bella idea de apariencia quimérica y ha irrumpido en la realidad de la inversión y de las políticas públicas con una fuerza inusitada en los últimos años, con muchos actores, públicos y privados, involucrados y algunas cifras que empiezan a ser notables: la principal red mundial del sector, el Global Impact Investing Network (GIIN), impulsado en 2009 bajo el padrinazgo del expresidente de EE UU Bill Clinton, suma activos globales de 1,5 billones de dólares, mientras que el European Impact Investment Consortium —punto de encuentro del sector en Europa— estima que en el continente se acercan ya a los 200.000 millones de euros.
Estándares
La diferencia se explica, en parte, por el hecho de que no existen todavía estándares globales que delimiten exactamente de qué estamos hablando y las prácticas financieras anglosajonas suelen ser más laxas que la de la UE a la hora de considerar qué significa “impacto positivo”: este es precisamente uno de los talones de Aquiles de un sector que en ocasiones es visto como un mero lavado de cara —washing— para que el capitalismo siga con el business as usual, pero, además, con la conciencia tranquila.
Sin embargo, se trata de cantidades ya demasiado importantes como para desecharlas sin más. En España esta tendencia también empieza a ser significativa tras la aceleración de la última década, en que los activos “de impacto” han pasado de apenas 100 millones de euros a más de 2.000 millones y hasta 3.500 según algunos cálculos, que incluyen ahí también a la banca ética. Además, el Gobierno impulsa desde el año pasado el Fondo de Impacto Social (FIS) para vehicular hasta 400 millones de los fondos europeos NextGeneration hacia este tipo de inversiones, gestionados por COFIDES, sociedad público-privada participada por la Secretaría de Estado de Comercio, lo que ha consolidado un ecosistema muy plural que incluye también gestoras privadas como Ship2Be, ya con un portfolio de inversiones en más de 40 empresas.
La gran paradoja es que la “economía de impacto”, que pone el foco en el propósito y en el bien común por encima del estricto beneficio financiero, existe en realidad desde mucho tiempo antes de que el concepto se pusiera de moda en algunos ambientes de los mercados: se llama economía social, y con fórmulas jurídicas diversas alejadas de la lógica mercantil —cooperativas, asociaciones, mutualidades, etc.— trata desde hace más de un siglo y medio de mejorar el mundo —y la vida de las personas— a través de la actividad económica.
Arraigo
La economía social está especialmente arraigada en España, con mucha historia y un peso en el conjunto de la economía que varios estudios sitúan en torno al 10% del total y que raramente se toma en cuenta en los análisis convencionales.
El boom de la “economía de impacto”, versión capitalista, ha puesto en guardia algunos sectores de la economía social de toda la vida, que temen que, en realidad, se trate de una operación de marketing que acabe confundiendo y hasta absorbiendo recursos que ya estaban logrando un auténtico impacto positivo, y pasen ahora a destinarse a proyectos de impacto social o medioambiental más dudosos, aunque de mayor rentabilidad privada. Pero a la vez el aumento del pastel “de impacto” es también un hecho cierto y con un potencial de crecimiento descomunal: ¿no podrían encontrarse puntos de encuentro entre estos dos mundos para que cada uno empuje en la misma dirección desde lugares hasta ahora muy alejados entre sí?
A explorar las posibilidades de sinergias y de construcción de un terreno común está dedicando un ciclo DiesInnoBA, dentro del programa de Economía Social y de Cooperativas de Barcelona Activa, la agencia de fomento del emprendimiento del Ayuntamiento de Barcelona, que recientemente organizó, con el apoyo de la consultora Tandem Social, una sesión de trabajo en la que participaron una veintena de actores del ecosistema de impacto, representantes de todas las sensibilidades, desde el venture capital hasta el Tercer Sector, el cooperativismo y el conjunto de la economía social.
Consenso
La sesión puso en evidencia que no existe siquiera aún un lenguaje compartido, pero hubo un consenso bastante generalizado en la necesidad de intentar buscarlo y, para ello, avanzar en métricas compartidas, transparencia y rendición de cuentas, entre otros aspectos, como fórmulas para ir construyéndolo frente a cualquier tentación de washing.
Este dossier nació de esta sesión y de la voluntad de reunir en un mismo terreno todas las sensibilidades de la “economía de impacto” para contribuir a facilitar que el diálogo continúe, en línea con las nuevas iniciativas programadas este otoño en el marco de los DiesInnoBA.
A veces, las fábulas y hasta las obras de ciencia ficción acaban convirtiéndose en realidad. Cuando Julio Verne escribió De la tierra a la luna, en 1865, en una época en que ni siquiera existían los automóviles ni, por supuesto, los aviones, solo unos pocos creían posible que efectivamente el ser humano llegara a pisar el satélite. Sin embargo, 104 años después esa visión se convirtió finalmente en realidad gracias al éxito de la misión del Apolo 11.
La que encabeza este artículo, con el argumento de la “economía de impacto” convirtiéndose en el vector central del conjunto de la economía, cuenta también con algunos entusiastas visionarios convencidos de que en algún momento lo que ahora parece ciencia ficción acabará imponiéndose.
El drama es que, en este caso, un siglo de espera sería demasiado tarde.

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