No hay nada peor que las guerras. Pero sí hay algo más despreciable: las causas de las guerras. Si los conflictos armados constituyen un abismo moral, las razones que llevan a ellos se gestan en un abismo intelectual. Y eso se demuestra una y otra vez.
Limitémonos a lo que va de siglo, aunque el mejor exponente de la combinación letal de estupidez y violencia sea la Gran Guerra de 1914. Recordemos la invasión de Irak en 2003. EE UU y sus aliados (entre ellos la España gobernada por Aznar) proclamaron que Irak disponía de armas de destrucción masiva, pese a que los inspectores de la ONU aseguraban lo contrario, y lanzaron una guerra de auténtico capricho.
La lógica indicaba que el objetivo consistía en asegurarse el control del petróleo iraquí, y eso mismo dijo en sus memorias Alan Greenspan, entonces presidente de la Reserva Federal estadounidense y, por tanto, una de las personas mejor informadas del planeta. Pero, dos décadas después, sabemos que esos yacimientos de crudo no representaban ninguna necesidad estratégica. Eran convenientes, simplemente. Igual que era conveniente para el presidente George W. Bush...