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Febrero 2024 / 121
Darío Adanti

Ilustración
Darío Adanti

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Estarán ustedes enterados, supongo, de que Arabia Saudí tiene muchísimo dinero y muchísimo poder. Generalmente, lo uno va con lo otro. A través de un fondo soberano, el PIF (Public Investment Fund), está presente en casi todas partes. Con un capital de casi 700.000 millones de euros se puede invertir a capricho y, si hace falta, encajar con una sonrisa unas pérdidas de 10.000 millones en 2022.

No se crean que esas pérdidas indican que el negocio saudí se va a pique: aunque el PIF se pilló los dedos con Crédit Suisse y SoftBank, los números rojos de 2022 se deben sobre todo a que, tras la pandemia, abundaban las empresas en dificultades y las acciones baratas y el príncipe Mohamed bin Salman, que controla personalmente el PIF, decidió comprar y esperar futuras subidas.

Damos dinero a Arabia Saudí cada vez que vamos a la gasolinera. O cuando nos entretenemos con un videojuego (el PIF tiene participaciones en Nintendo, EA Sports y Activision). O cuando utilizamos internet o el móvil (9,9% de Telefónica). Parte de la industria española (Renfe, Indra, Adif, Navantia, etcétera) vive de los contratos saudíes. O sea, ya nos tienen pillados.

Por supuesto, el príncipe Bin Salman puede hacer lo que le da la gana. Si le apetece ordenar el asesinato y descuartizamiento de un periodista crítico, no se reprime. Es el caso de Yamal Khashoggi, columnista del Washington Post, triturado en 2018 en el consulado saudí en Estambul. Como Vladimir Putin o Benyamin Netanyahu, Bin Salman tiene licencia para matar en cualquier sitio del planeta. Putin puede hacerlo porque posee armas nucleares y gas. Netanyahu y Bin Salman, porque son aliados estratégicos del imperio estadounidense.

Es lo que hay y toca aguantarse.

Lo insufrible no es eso. Lo insufrible consiste en que, a diferencia de Putin o Netanyahu, Bin Salman quiere caernos simpático. Además de dinero y poder, desea cariño. No le hace falta que nos olvidemos de que el régimen saudí es repugnante, pero le apetece. Por eso gasta fortunas en futbolistas y en un futuro Mundial, en golfistas, en tenistas (ay, Rafa) y en lo que convenga. Para él es calderilla.

La evidencia de que Arabia Saudí nos exprime (cuando no va matando por ahí) y soborna a nuestros dirigentes (ay, Emérito) se hace especialmente desagradable cuando, con ademán campechano, deja sobre la mesa la propinilla deportiva. Puro recochineo.