Lucha contra la inflación, ¿qué políticas, qué resultados?
El aumento de precios es un problema serio para la economía y las clases populares, pero conviene identificar muy bien sus causas. Algunas medidas ortodoxas pueden incluso agravarlo y abrir un ciclo que beneficie a las derechas
La inflación ha alcanzado cotas históricas, a escala global, afectando muy especialmente a algunos de los países más empobrecidos del sur, en la Unión Europea (UE) –que ha registrado en julio una tasa interanual del 9,8%, con 16 países superando el 10% y tres de ellos (Letonia, Lituania y Estonia) por encima del 20%- y en nuestra economía. En este caso, el aumento del índice de precios al consumo (IPC) ha sido del 10,7%, lo que sitúa la inflación esperada en 2022 en el entorno del 10%, frente al 3,1% de inflación media en 2021.
No sólo han aumentado los precios de la energía y los alimentos frescos (los componentes más volátiles del IPC), sino también la denominada inflación subyacente, que deja fuera esas partidas, donde la subida ha sido, también medida en tasa interanual, del 6,1%. En la lista de partidas cuyos precios han crecido por encima del promedio (según los datos proporcionados por el Instituto Nacional de Estadística) encontramos bienes y servicios esenciales que entran en mayor medida en la cesta de la compra de las personas y familias con menor capacidad adquisitiva.
Aunque en el actual panorama de incertidumbre económica, política y también militar -evolución de la guerra de Ucrania y aparición de nuevos focos de conflicto- los pronósticos sobre la evolución de la inflación deben ser tomados con extrema cautela, la mayor parte de los escenarios apuntan a que podría prolongarse o incluso intensificarse durante los próximos meses.
La situación, en consecuencia, es muy grave. La actual dinámica inflacionista representa un importante factor de perturbación económica; dificulta los planes de inversión, retrae la demanda, aumenta las primas de riesgo, contribuye a la depreciación de los activos financieros, intensifica la desigualdad y tiene un efecto acumulativo sobre el conjunto de los precios. Está, por lo tanto, plenamente justificado que los gobiernos coloquen en el centro de sus políticas revertir este proceso inflacionista. Pero es importante reflexionar sobre el contenido de las que se están aplicando, sus efectos y los escenarios que abren (o cierran). A ello se dedica el resto del texto.
Sobre la espiral salarios/precios
Impulsados por círculos empresariales, académicos, mediáticos y políticos muy influyentes, y por una pléyade de tertulianos, se ha abierto paso el relato de la existencia de la amenaza de una espiral salarios/precios; esto es, la inflación empuja al alza los salarios, pues los trabajadores pugnan por mantener el poder de compra de los mismos en términos reales, lo cual se traslada a los precios, aumentándolos, generando un proceso que se retroaliementa en espiral hasta terminar provocando una recesión.
Aunque es evidente que el crecimiento de la inflación en la economía española nada tiene que ver con el comportamiento de las retribuciones de la mayor parte de los trabajadores, que, de hecho, en los últimos años y décadas han estado perdiendo capacidad adquisitiva; los salarios reales, además, han avanzado menos que la productividad del trabajo, que también ha crecido lentamente, lo que ha supuesto que su participación en la renta nacional se haya reducido, ¡unos diez puntos porcentuales entre 1970 y 2019!, aumentando la correspondiente a beneficios y rentas del capital.
La información más reciente procedente del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales apunta en la misma dirección: los salarios pactados en los convenios colectivos suscritos este año -que, conviene tener en cuenta, representan un pequeño porcentaje de la población asalariada- contemplan de media un aumento del 2,5%, muy por debajo del crecimiento de la inflación; y sólo una pequeña parte de esos convenios tiene cláusula de indexación salarial, y son mucho menos los que contemplan su aplicación con efectos retroactivos.
Pero poco importa que la existencia de esa espiral sea una ficción, pues lo verdaderamente relevante es que ese discurso avanza, que se habla y se escribe de este asunto y que ese sesgo, la desmesura salarial, termina impregnando el diseño de las políticas económicas de gobiernos e instituciones.
Salarios, beneficios, inflación y lucha de clases
Pero abramos el foco, pues el debate y la actuación al respecto de las políticas salariales desbordan con mucho la dimensión meramente retributiva. Por importante que ésta sea, opera como una pantalla que impide ver el escenario en su conjunto. La inflación, las causas que la provocan y el reparto de los costes y beneficios de la misma -todas las políticas económicas los tienen, aunque haya especialistas en ocultarlos- representan una pugna entre el capital y el trabajo, una pugna de gran calado político e institucional.
Con esta perspectiva, el actual proceso inflacionista es algo así como una “tormenta perfecta”. Una coyuntura excepcional para aplicar políticas cuyo principal objetivo es privar de derechos y de recursos a los trabajadores y a la ciudadanía, y conceder a las elites y corporaciones todavía más poder del que ya tienen, que, como hemos visto desde el estallido del crash financiero, en 2008, aumenta extraordinariamente con las crisis.
En este escenario, se otorga de nuevo carta de legitimidad, cobran actualidad, las denominadas medidas de “austeridad salarial” (que no lo han sido para los equipos directivos de las grandes empresas, y, además, han tenido efectos desastrosos sobre la actividad económica). Estas medidas no son otra cosa que políticas de recomposición de los márgenes empresariales a costa de las retribuciones de los trabajadores, lo que genera las condiciones apropiadas para que estos compitan entre sí, en la lógica, extraordinariamente rentable para el capital, de aceptar una reducción en las retribuciones con tal de conservar el empleo. El mensaje no puede ser más claro: para mantener o crear puestos de trabajo hay que reprimir los salarios.
La pérdida de capacidad adquisitiva de la población trabajadora, en un contexto donde las ganancias corporativas aumentan de manera sustancial, dice mucho de la actual correlación de fuerzas a favor del capital y supone una derrota en toda regla de la población asalariada y de las organizaciones sindicales que dicen representarla. Es en este contexto donde hay que situar, donde se entiende perfectamente, que la patronal no esté por la labor de negociar un pacto de rentas, que, inevitablemente, pondría sobre la mesa la tributación sobre los beneficios empresariales y los desorbitados márgenes con que operan las corporaciones. Para las patronales es mejor opción, y tiene más rentabilidad política pensando en las próximas confrontaciones electorales, que el mercado redistribuya como lo está haciendo en la actualidad, pues, ya lo sabemos, esa redistribución beneficia claramente al capital frente al trabajo.
Un apunte adicional para cerrar este apartado sobre la relación entre inflación y desigualdad. De una manera u otra, se traslada el mensaje de que el aumento de la desigualdad está asociado a la progresión de los precios y que su reducción implica por definición mayores niveles de equidad. Lo primero es evidentemente cierto, no así lo segundo.
Todo depende finalmente del contenido de las políticas aplicadas para reducir la inflación y las que se están llevando a cabo -centralidad de la política monetaria y tibieza con las posiciones oligopólicas de las grandes corporaciones- son un factor de aumento de la desigualdad. Pero además hay que tener muy presente que en periodos de escaso o nulo crecimiento de los precios, incluso en años en los que estos retrocedieron, la polarización social ha continuado aumentando o se ha mantenido en cotas muy elevadas. En consecuencia, en ese escenario deflacionista, la pugna por la apropiación de la renta y la riqueza también ha beneficiado con claridad a las elites.
Inflación, coyuntura y estructura
Las políticas destinadas a luchar contra el alza de los precios se están llevando por delante lo que podríamos denominar como agenda estructural; expresión que debe ser reivindicada, pero con una acepción radicalmente diferente de la habitualmente empleada: contención salarial, ajustes presupuestarios permanente y desmantelamiento y apropiación de lo público.
Me refiero, de manera especial, a la lucha contra el cambio climático y el impulso de la transición ecoenergética. Como se reconoce abiertamente desde muy diversos ámbitos -es muy revelador al respecto el último informe del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático-, aplicar políticas ambiciosas en esta dirección no admite demora, pues nos estamos acercando, si es que no lo hemos superado ya, a un escenario catastrófico, visible para quien lo quiera ver; oleadas de calor extremo, ríos y embalses sin agua, aumentos del nivel del mar, cosechas mermadas o perdidas, acelerado deshielo de los polos…, que ya está teniendo costes enormes para las economías y los pueblos, afectando en especial a las poblaciones más vulnerables.
Pero, aunque hay mucha retórica al respecto, la dinámica actual -guiada por las urgencias y los intereses más inmediatos de los grandes grupos económicos- apunta a que esta problemática está quedando relegada a un segundo plano o directamente está siendo omitida. Apelando a la necesidad de aplicar un plan de choque para contener el crecimiento de los precios, protegerse de un eventual desabastecimiento de los suministros de gas procedentes de Rusia, o simplemente para reactivar la economía, cada vez más cerca de la recesión, gobiernos e instituciones están poniendo en el centro políticas cuyo objetivo prioritario es garantizar la cobertura energética y dotarse de las infraestructuras necesarias para ello, revitalizando el papel de los combustibles fósiles, concediendo la etiqueta de verde a energías causantes de graves daños medioambientales (como el gas natural y la energía nuclear).
Es verdad que, en paralelo, se han adoptado medidas, aquí y en el conjunto de los países comunitarios, destinadas a reducir el consumo energético, que, si bien suponen un alivio y apuntan en la buena dirección, son claramente coyunturales y de efecto limitado, pues no ponen sobre la mesa los problemas de fondo de un modelo y una lógica económicas claramente insostenibles.
El otro elemento de la agenda estructural, clave en la lucha contra la inflación, que está quedando fuera de foco es el que tiene que ver con el poder corporativo. También aquí encontramos un sinfín de declaraciones y pronunciamientos formales. Algunas medidas anunciadas por el gobierno de coalición como la implementación de un gravamen temporal y extraordinario -pendiente de tramitación parlamentaria cuando se escriben estas líneas- sobre los intereses y comisiones de los grandes bancos (4,8%) y sobre las ventas de las energéticas (1,2%), por su contenido y excepcionalidad son de limitado recorrido. Tampoco los responsables comunitarios han dado pasos sustanciales a la hora de desactivar el poder de las grandes empresas, como la introducción de una fiscalidad progresiva sobre los beneficios corporativos y sobre las grandes fortunas y patrimonios, ni para erradicar los paraísos fiscales existentes dentro de la UE.
No se están aplicando políticas destinadas a revertir un organigrama empresarial marcadamente oligopólico, que recorre todos los sectores de la actividad económica, desde la energía hasta la distribución comercial, desde la producción de alimentos hasta la oferta de servicios tecnológicos, lo que se traduce en un enorme poder de mercado para fijar precios; no sólo para trasladar a estos el aumento de los costes, sino también para operar con ganancias extraordinarias. No se trata de especulación, que también, ni tampoco de un desorden coyuntural de los mercados, que por supuesto existe, sino de una pieza central de la dinámica de acumulación capitalista, que. lejos de debilitarse está cada vez fuerte.
La inflación de Putin
El discurso dominante se ha instalado en un planteamiento cuyo centro se puede resumir como “la inflación de Putin” (la misma función ha cumplido referirse una y otra vez a “la guerra de Putin”); diagnóstico que continuamente alimentan los medios de “desinformación”.
Es evidente que la invasión de Ucrania por Rusia -expresión de un imperialismo y un desprecio por los derechos humanos de todo punto inaceptables-, la prolongación y agravamiento de la guerra y la política de sanciones aplicadas por EEUU, la OTAN y la UE -advierta el lector que no estamos hablando sólo del presidente ruso ni de los oligarcas que lo rodean y lo sostienen- han sido importantes factores desencadenantes del rápido crecimiento de los precios.
Tanto Rusia como Ucrania son proveedores muy importantes, a escala europea y global, de gas natural, petróleo, alimentos, materias primas y minerales estratégicos. Los mercados que articulan la producción y el comercio de esos productos estratégicos están experimentando importantes distorsiones como consecuencia de ese escenario de guerra, que amenaza con enquistarse, agravarse y quizá extenderse a otros territorios.
En todo caso, antes de que se desencadenara la invasión de Ucrania ya se apreciaban evidentes tensiones en la formación de los precios derivadas de la difícil recomposición de las cadenas globales de creación de valor tras el cortocircuito de las mismas que supuso la pandemia y las políticas de bloqueo de los mercados llevada a cabo por los gobiernos, las vulnerabilidades asociadas a una globalización que había conducido a la sobreespecialización de algunos enclaves (uno de los ejemplos más llamativos se encuentra en Taiwán, que concentra buena parte de la producción y el comercio mundial de microprocesadores y productos de alta tecnología) y el enorme protagonismo que en ese tablero global tienen las grandes corporaciones, claras ganadoras del proceso de internacionalización de los mercados, del shock provocado por la COVID-19 y de la guerra.
Hay que considerar, asimismo, que existe una presión enorme y creciente sobre recursos -energía, minerales, materiales, agua…- cuya disponibilidad es limitada, estando en algunos casos muy concentrada en algunas zonas y países; todo ello en un contexto donde la degradación de los ecosistemas y el proceso de cambio climático se encuentran, como he señalado antes, claramente fuera de control. Un factor de inflación (y de conflicto) que el modelo verde y digital que abanderan España, la UE y el conjunto de los países desarrollados, como clave del proceso modernizador, agudizará en los próximos años y décadas.
La centralidad de la política monetaria: un error
La lucha contra la inflación se está abordando en clave de política monetaria y, en consecuencia, los bancos centrales están marcando la pauta de las agendas de gobiernos e instituciones. Se han intensificado las intervenciones destinadas a encarecer el precio del dinero, aplicando sustanciales subidas en los tipos de interés, con el objetivo de contener el crecimiento de la demanda y, de esta manera, frenar el de los precios.
Grave error, pues las causas de la inflación no están localizadas básicamente en la existencia de un excedente monetario en la economía ni en el efecto que dicho excedente está teniendo en el aumento de la demanda, pública y privada. Hay que aclarar que una buena parte del excedente monetario generado por las actuaciones del Banco Central Europeo (sobre todo con la aplicación de las denominadas políticas de “flexibilización cuantitativa”), que en parte justificaría la existencia de ese plus de liquidez, se ha mantenido en forma de reservas en el propio banco, se ha canalizado a la adquisición de activos financieros, enriqueciendo a los titulares de los mismos, ha incidido sobre todo en la adquisición de bienes y servicios de lujo, ha sido utilizado en operaciones de autocartera enriqueciendo a los ejecutivos y accionistas titulares de las acciones, o ha servido para repartir dividendos entre los accionistas.
La escalada en los precios tiene que ver más bien con problemas de oferta y con la existencia de un perfil empresarial marcadamente oligopólico. La implementación de las políticas de perfil monetarista, lejos de corregirlos, los agrava. Introducen más tensión en la formación de los precios, intensifican la concentración empresarial, tiene consecuencias muy negativas sobre las cuentas de las administraciones públicas, que se caracterizan por presentar elevados niveles de déficit y deuda, y sobre la deuda de familias y empresas, encarecen la actividad inversora y frenan el consumo, y como consecuencia de todo ello nos acercan a una recesión. Eso sí, este tipo de políticas cuida de los intereses de los bancos y prestamistas y de las empresas que disponen de capacidad de trasladar el aumento de los costes financieros a sus clientes.
¿Bajar los impuestos?
Resulta inquietante que, con el pretexto de luchar contra la inflación se estén abriendo camino, alimentadas por planteamientos populistas, las posiciones que defienden una bajada generalizada de los impuestos como una de las herramientas fundamentales para combatir el crecimiento de los precios. Todo ello con el peregrino, demagógico e interesado argumento de que es mejor que el dinero esté en los bolsillos de las personas y en manos de las empresas.
Aclaremos, como base de partida, que en realidad los tipos impositivos sobre los beneficios y las rentas del capital y la carga tributaria real que soportan no ha dejado de bajar en las últimas décadas y años. El tipo medio efectivo liquidado por las grandes firmas se sitúa, según la Agencia Tributaria, por debajo del 10%, porcentaje muy inferior al tipo nominal y, por supuesto, al gravamen que soportan las empresas medianas y pequeñas.
Por lo demás, la sobrerreacción por parte de los grandes compañías bancarias y energéticas ante la modesta iniciativa del Gobierno de coalición de aplicar un impuesto extraordinario y provisional sobre sus ventas y beneficios tan sólo escenifica un rechazo frontal a que las grandes firmas a contribuir al esfuerzo colectivo de lucha contra la inflación.
Cuando urge movilizar cantidades ingentes de recursos para abordar las transformaciones estructurales que la economía necesita, cuando el aumento de la desigualdad, que la inflación agudiza (pero en absoluto es la única causa), requiere de las administraciones públicas un esfuerzo sustancial, cuando la deuda pública ha alcanzado niveles muy elevados, postular una reducción general de los impuestos, se diga lo que se diga, es lo mismo que apuntar al debilitamiento y deslegitimación de la intervención del sector público. Levantar la bandera de “menos impuestos” lo que en realidad persigue es privar a las políticas públicas de recursos, cuestionando tanto su legitimidad como su eficacia, y proteger los privilegios de las elites.
Urge la aplicación de una fiscalidad progresiva, no sólo para hacer frente a los costes de la inflación, sino también para sostener una decidida y decisiva intervención del sector público ante una crisis de dimensiones colosales y estructurales. Este planteamiento es, claro, compatible, con la necesidad de reducir los tipos impositivos aplicados sobre bienes y servicios básicos para la población más vulnerable.
¿Qué hay del Sur global?
Los gobiernos europeos y las instituciones globales están olvidando de hecho la angustiosa problemática del Sur global, donde, esta debe ser una necesaria base de partida, la pandemia está muy lejos de haberse erradicado; como botón de muestra, con datos de finales de agosto de este año, el número de dosis por cada cien habitantes en los países de alta renta es de 207, mientras que en los de bajo ingreso tan sólo es de 29. En algunos de ellos, las poblaciones todavía hoy están masivamente expuestas a la enfermedad; como en Malí donde esa ratio es de 13,2, la República Democrática del Congo, 4,5, o Yemen, 2,7.
Los precios de los alimentos que son esenciales en las poblaciones de los países del Sur han registrado un sustancial aumento. Según el índice elaborado por la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, comparando 2022 con el año precedente, el crecimiento del precio de los aceites vegetales es del 29% y el de los cereales un 21%. Últimamente, la escalada en los precios de los alimentos se ha moderado y algunos de ellos se han reducido, como consecuencia en buena medida del acuerdo entre Rusia y Ucrania para permitir la navegación de los grandes buques cerealeros en aguas del Mar Negro (puntualicemos que una parte importante de la carga de esos barcos tiene como destino la producción de pienso para grandes empresas agroalimentarias). Pero la situación continúa siendo crítica y el hambre una realidad cotidiana y angustiosa para cientos de millones de personas.
Añádase a todo ello una notable moderación en las exportaciones como consecuencia de la desaceleración de la actividad económica y la caída en los precios de buena parte de los productos que colocan en el mercado mundial estos países. Y también la pérdida de valor de sus monedas frente al dólar, que ha experimentado una fuerte revalorización, con el consiguiente aumento de la inflación, de la deuda externa y de la fuga de capitales en busca de enclaves y activos seguros. Un botón de muestra de esta dramática situación: según las estimaciones del Fondo Monetario Internacional (FMI), en 2022 en el África Subsahariana los pagos en concepto de intereses y amortización de los préstamos absorberán el 30% de todos los ingresos por exportaciones de bienes y servicios. Y esto se da en una región con una población masivamente atrapada en la trampa de la pobreza extrema; según el Banco Mundial (BM), las personas en esta situación -con un ingreso diario inferior a los 1,9 dólares medidos en paridad de poder adquisitivo- supera ampliamente los 400 millones. El resultado de aplicar criterios menos estrictos y multidimensionales ofrece un panorama muchísimo peor.
Así pues, para las poblaciones de muchos países del Sur estamos ante un asunto de vida o muerte y el margen de maniobra de sus administraciones públicas para hacer frente a esta emergencia es escaso. Si no hay una acción global que aborde estos problemas de manera coordinada y con criterios de máxima urgencia, la situación se agravará y mucho (pensemos que los efectos del cambio climático son aquí especialmente dramáticos). Y nada permite suponer que se vaya a dar esa actuación, como pone de manifiesto que las propuestas en materia de liberalización de las patentes para enfrentar la pandemia hayan caído en saco roto y que las iniciativas promovidas desde el FMI y el BM en materia de reestructuración de la deuda externa sean a todas luces insuficientes.
A modo de conclusión
El escenario de lucha contra la inflación nos sitúa, pues, ante una compleja problemática, con diversos intereses en liza, en algunos casos claramente divergentes, que es necesario identificar y enfrentar.
El desorden económico y social provocado por la inflación y por las políticas que pretenden reducirla pueden capitalizarlo -de hecho, ya lo están capitalizando- las derechas, cada vez más crecidas y cada vez más extremas, y la coalición de intereses mediáticos, empresariales y financieros que se articulan en torno a ellas. Las encuestas ya apuntan en esa dirección y las próximas consultas electorales podrían confirmarlas.
Para las clases populares no todo vale para contener el crecimiento de los precios, no todos los caminos conducen a Roma. Es necesario saber orientarse. Pocas coyunturas han sido tan decisivas en la historia reciente como la que estamos viviendo. Convertir esta encrucijada en una oportunidad implicaría que hubiera fuerzas políticas dispuestas a abrir con determinación la agenda de la sostenibilidad, la igualdad y la solidaridad, enfrentar el poder oligárquico y revertir la escalada militarista.