Sostiene el filósofo que no hay nada tan cercano a uno mismo como la atención. La necesitamos para aprender y aprehender lo que nos llega del mundo exterior. De la calidad de nuestra atención depende nuestra capacidad de pensar y actuar de manera autónoma. Solo somos conscientes de lo que somos, de lo que sabemos, de lo que sentimos, cuando nos prestamos atención a nosotros mismos.
Conviene pues cuidar de nuestra atención, empezando por constatar algunas de sus cualidades. Para empezar, la atención es selectiva. No es posible estar de verdad atento a más de una cosa al mismo tiempo. Lo saben los magos, que tienen la habilidad de manipular la atención de los espectadores para dirigirla lejos de donde ejecutan sus trucos. Eso demuestra que perder el control de nuestra atención nos hace vulnerables al engaño. Tengámoslo presente, porque no son los magos los únicos capaces de manipularla.
La capacidad de mantener una atención sostenida es necesaria para llevar a cabo tareas no rutinarias, como mantener una conversación importante, interpretar una pieza de música o leer en voz alta un texto que no nos resulta familiar. La necesitamos más todavía para abordar con el pensamiento problemas no triviales.
Es frecuente, sin embargo, que las personas sobrevaloren su capacidad de mantener una atención sostenida. Quizá quiera comprobarlo usted mismo. Escoja un objeto sencillo que le resulte familiar; un lápiz, por ejemplo. Busque un lugar sin ruidos que le distraigan, cierre los ojos e intente pensar en ese objeto y solo en ese objeto durante tres minutos. ¿No lo ha conseguido? No es el único. Según encuestas fiables, muchos adultos tienen la sensación de que su capacidad de prestar atención sostenida se está deteriorando.
La presencia de estímulos externos, incluidos los derivados de la exposición continua a los medios digitales, hace aún más difícil mantener el dominio de la atención. Sin embargo, lo digital es solo una de las causas de su pérdida de control. Como Tim Wu ha documentado, capitalistas con pocos escrúpulos empezaron ya a finales del siglo XIX a experimentar con lo que hoy ha devenido en una economía de la atención. Un concepto éste que supone lícito tratar la atención como un recurso escaso, susceptible de explotación económica, perpetrando así una agresión a la naturaleza humana equiparable a la que el capitalismo industrial llevó a cabo con los recursos naturales. Mercadear con la atención es traspasar lo que Michael Sandel ha descrito brillantemente como los límites morales del mercado.
Así y todo, las consecuencias de la crisis de la atención van más allá de lo económico. La sociedad actual se enfrenta a problemas complejos que no podremos abordar como corresponde sin una atención reforzada. Uno de estos problemas es el deterioro de la democracia. La forma más fundamental de poder reside en la capacidad de conformar la mente de las personas, a la que hoy se accede capturando su atención. Se emplean para ello artefactos digitales cuya gestión está concentrada en unas pocas empresas cada vez más poderosas y en gran medida inmunes al control del poder político. De ahí la amenaza digital a la democracia.
La respuesta democrática a esta amenaza es hoy por hoy incierta. Por una parte, porque los líderes políticos no son inmunes al argumento (falaz) de que un aumento de la regulación sería un freno para una innovación digital considerada clave para el crecimiento económico. Al mismo tiempo, los líderes se exhiben con escaso recato en las mismas redes que utilizan los mercaderes de la atención, contribuyendo así a legitimarlas. Quienes aplaudieron el uso que Obama hizo de ellas en su campaña electoral en 2008 tal vez no lo hubieran hecho de haber visto venir a Donald Trump.