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Redes sociales

Ilustración
Getty images

La gran mayoría de quienes se expresan sobre la inteligencia artificial (IA), incluso los más entusiastas acerca de sus beneficios, apelan a la necesidad de un marco legal que contenga sus múltiples riesgos. Empiezan, sin embargo, a emerger dudas acerca de que sea posible consensuar y poner en práctica a tiempo una regulación efectiva de la IA. El precedente de las redes sociales no invita precisamente al optimismo.

Sucede que tanto la IA como las redes sociales permiten el acceso distribuido y con barreras de entrada bajas a nuevos desarrollos. Es cierto que la creación de grandes modelos de lenguaje requiere grandes recursos de computación, al alcance de muy pocos agentes, pero también lo es que el acceso distribuido a esos modelos ya ha dado lugar a la aparición de centenares de aplicaciones, incluyendo multitud de asistentes personales. No se descarta, además, que las capacidades de las IA de código abierto lleguen a ser comparables a las ofrecidas por las grandes empresas del sector.

Por otra parte, cuando utilizar una herramienta digital para hacer el mal resulta demasiado fácil, alguien lo hará sin que le detenga ni la ética ni la regulación. Ocurrirá con la IA como ha sucedido con las redes sociales. Meter en cintura a empresas como Facebook o X (exTwitter) no está resultando fácil; pretender controlar a los miles de generadores de contenidos, humanos o autómatas, subidos a esas plataformas es misión imposible. El reto de implementar una regulación eficaz de tecnologías así distribuidas se me antoja similar al que se enfrenta un ejército convencional combatiendo a una guerrilla.

Lo cual suscita la cuestión de si el intento de diseñar una regulación específica para estas tecnologías tiene sentido, o si resultaría en cambio más efectivo aplicar las muchas regulaciones ya existentes sobre derechos de las personas. Al fin y al cabo, como plantea Jimmy Wales, nadie se ha planteado regular Photoshop.

Sea como fuere, lo que sí parece imposible de regular son las pasiones y pulsiones de millones de personas cuya conciencia crítica aparece como anulada por las perspectivas de beneficio o satisfacción personal que les proporcionan las nuevas tecnologías. Me asombra, por ejemplo, escuchar a personas en otros aspectos juiciosas afirmar que les gustaría que hubieran IAs que les liberaran de las tareas que les desagrada hacer, para así poder concentrarse en lo que realmente les gusta. Quizá no perciben los riesgos implícitos en un futuro de este tipo. O tal vez ya no les importe perder el control tanto de la información personal que esas IA requieren para operar como del modo (hoy por hoy impenetrable) en que los asistentes personales escogen para llevar a cabo las tareas que se les encarguen. Así y todo, quizá les convendría ser conscientes de la posibilidad de que una IA programada para satisfacer a su usuario aprenda, como Dick Bogarde en El mayordomo, a dominarle.

No sólo eso. Los propietarios de herramientas digitales centralizadas adquieren poder social a partir de la satisfacción de sus usuarios. Ante las demandas por abuso de competencia interpuestas ante la justicia de EEUU, las defensas de Google y Amazon coinciden en poner en valor el respaldo de los millones de usuarios satisfechos que les votan con sus clicks. Lo mismo que, aunque no lo declaren, ambicionan los impulsores de la IA. Votemos con cuidado.