Accede sin límites desde 55 €/año

Suscríbete  o  Inicia sesión

¿El futuro del trabajo? Ni idea, pero huele a desigualdad

Andamos muy confundidos entre augurios sobre la destrucción de empleo por la inteligencia artificial y promesas de empleo verde masivo

Comparte
Image
Mao robot papelera

“Si las lanzaderas tejieran por sí mismas; si el arco tocase solo la cítara, los empresarios prescindirían de los operarios y los señores de los esclavos”. Topo con esta cita de Aristóteles, extraída del libro I de su Política, justo después de escuchar la advertencia del economista de Oxford Daniel Susskind, estudioso del futuro del empleo: fuera del imaginario de la fábrica, donde parece más asumida la idea de que las actividades rutinarias son sustituibles por máquinas, también las personas trabajadoras de cuello blanco (en la abogacía, la arquitectura, el periodismo, la medicina, el diseño…) “deben tomarse muy en serio el reto de la inteligencia artificial”.

El aviso del autor de A world without work pasa por enterrar “la falacia” de creer que, como las máquinas no piensan, sienten o piensan como los humanos, no puedan por ello realizar tareas que requerirían razonamientos, empatía, juicio o creatividad. “Es un error, las máquinas no actúan como seres humanos, no copian sus comportamientos, pero hasta la tarea más compleja puede ser automatizada”.

No se trata de que la IA y los robots vayan a sustituir todos los empleos. En la selva de informes prospectivos que sirven consultoras y universidades sobre la cuestión, con proyecciones de alcance sospechosamente diverso y conclusiones opuestas entre sí sobre la llegada del infierno o el paraíso, si tomamos, por ejemplo, el de la firma McKinsey, casi respiraremos: solo un 5% de los empleos serán destruidos por el tsunami tecnológico. Pero ojo: cada puesto de trabajo se descompone en múltiples tareas y un 60% de los trabajos incluyen al menos un 30% de ellas que sí pueden ser asumibles por máquinas.

Destruir y crear

Podríamos mencionar igualmente la proyección de economistas de Goldman Sachs, al hilo del chatGPT de OpenAI (Microsoft), que habla de una “perturbación significativa” en el mundo laboral que puede afectar a 300 millones de personas a tiempo completo. Para situarnos, según la Organización Mundial del Trabajo (OIT), en 2022 había 208 millones de personas desempleadas, un 5,8% de tasa de paro, aunque el empleo informal abunda.

Los economistas del banco de inversiones también han admitido lo que viene repitiendo la historia: que innovaciones tecnológicas suelen generar nuevas oleadas de empleos. Al fin y al cabo, según la firma IDC, un 65% de los alumnos de primaria de hoy se incorporarán al mercado de trabajo en puestos y profesiones que todavía no se han inventado (desconozco cómo se ha hecho el cálculo). El Foro Mundial de Davos pronostica un saldo positivo entre los empleos que se destruirán y los que se crearán (a partir de encuestas). Quién sabe.

En todo caso, Susskind mentó el trabajo de McKinsey en la clausura del I Congreso Catalán del Trabajo que ha tenido lugar en Barcelona a finales de abril, en la clausura del evento. En su intervención, apuntó que el mayor reto, y nuestra respuesta, debe centrarse en la educación, en cómo preparamos a la gente para realizar las actividades que sí serán necesarias: qué enseñamos (es absurdo enseñar a hacer cosas que la tecnología puede hacer bien, incluso mejor), cómo lo enseñamos (la idea de clase que se imparte no se diferencia tanto de la de hace un siglo) y cuándo lo enseñamos (toda la vida).

¿Dinero o sentido?

La reseña que Financial Times publicó en 2020 de su celebrado libro sobre un mundo sin trabajo recogía la idea de que necesitamos un sistema educativo que no se oriente a cómo hacer que las personas entren en el mundo laboral, sino a cómo hacer que el ocio sea productivo. Y comenta: “Dar solamente dinero a la gente no funciona. Se trata de darle también sentido”, añade. Un cambio de chip en toda regla, como los que parecen exigir los tiempos que corren.

Al mismo tiempo, dejar de pensar en los empleos del futuro y pensar en el ocio y el sentido supone un desafío a la iniciativa que, con motivaciones e implicaciones diversas, se impulsa desde la Red Renta Básica para implantar un renta básica universal que garantice, como derecho, un mínimo ingreso a cada ser humano incondicional, con independencia, pues, entre otras cuestiones, de si trabaja o no.

En la sociedad que hemos construido a lo largo de los últimos dos siglos, el capitalismo no solo presenta el trabajo como la llave para alquilar un piso, hipotecarse, cobrar el paro, tener derecho a una pensión contributiva y todo lo demás, pero también como un espacio de relación social, como un factor de realización personal e incluso con un elemento de la propia identidad. Sus propagandistas, y especialmente los gurús del emprendimiento y la fragmentación laboral basada en cadenas de subcontrataciones de encargos, lo reinventan y resignifican como una actividad creadora, ejercida desde la libertad (con el tiempo de trabajo gris invertido en buscar esos encargos).

De la promesa a la triste realidad

La realidad contradice la promesa. Desde el año 2000, Gallup encuesta cada año de forma anónima a millones de personas de los cinco continentes, y las conclusiones son devastadoras. Un 85% declara que su trabajo no le satisface, y que no se siente nada identificada ni comprometida con su trabajo. Y luego están los famosos “trabajos de mierda” de David Graebber. Esos “bullshit jobs”, más de la mitad y muchos de los cuales en el sector privado, son empleos inútiles e incluso perjudiciales psicológicamente (puesto que ligamos trabajo y autoestima) incluso para quienes los ejercen, pero fingen que no derrumbarse. Estos trabajos de mierda, a veces incluso muy bien pagados, son el mar al que ha desembocado por ahora la productividad de la automatización que, según John M. Keynes iba a llevarnos a una jornada de trabajo mucho más corta, de tan solo 15 horas por semana.

Andamos ciertamente despistados cuando hablamos de trabajo. Si se pregunta cómo será el trabajo en el futuro parece sensata la respuesta que da el consultor Albert Cañigueral: “No lo sabemos. Existe incertidumbre. Hay un espacio de posibilidades. Pero recomiendo no pensar en un único paradigma”. Se refiere a que el trabajo para toda la vida para el que alguien se forma de joven como horizonte para todo el mundo no es lo que viene. Hace tiempo, en realidad, que ya no es.

Trabajar más sin futuro para el empleo

Sin embargo, incluso si abrimos la mente a nuevos paradigmas, las contradicciones de fondo nos abruman. La confusión sirve de punto de arranque al decrecentista Serge Latouche en su libro Trabajar menos, trabajar de otra manera o no trabajar en absoluto: lo mismo estamos sometidos a múltiples discursos sobre la perspectiva del fin del trabajo (por los cambios tecnológicos) que, a la vez, se nos insta a trabajar más y más años porque vivimos más (¡la pensión peligra!) haya o no empleo. Se augura que viene una destrucción masiva de empleos pero se sigue presentando como la utopía más loca hablar de abolir el salario y el empleo y, por ende, de desligar ingresos de empleo, de la implantación de la renta básica universal. Me llama la atención el hecho de que la RBU ya no se reclame solo desde rincones crecientes de la academia, sino desde las entidades sociales que lidian en primera línea con la pobreza, incluida la pobreza de quienes trabajan, porque otra de las contradicciones en las que nadamos es la de que hay que trabajar para ganarse la vida, y trabajar ya no es un pasaporte para dejar atrás la pobreza.

Al mismo tiempo, escuchamos que el camino es el reparto del trabajo (mejor dicho, la reducción del tiempo de trabajo) mientras se multiplican las horas extra (y muchas, no remuneradas). Se predice que el empleo escasea porque una máquina puede hacerlo todo mientras representantes de las empresas se quejan de las por decenas de miles de puestos vacantes; y en este punto, se habla de desajuste entre las competencias que se necesitan y las que se encuentran, y un poco menos de las condiciones laborales que las nuevas generaciones no están dispuestas a aceptar. Se augura un futuro donde habrá una gran mayoría de personas que se ofrezcan como independientes (¿para quién trabajarán?) y se reclama mayor estabilidad de los contratos. Se pinta un futuro sin empleo y se insta a promover la Formación Profesional (FP) dual, y no solo entre las personas más jóvenes, para encontrar trabajo (supongo que para el “mientrastanto”). Se avecina una crisis de cuidados de aúpa por el envejecimiento de la población y la baja tasa de fertilidad y lo mismo se responde que hay que ampliar los reinos del Producto Interior Bruto (PIB) para que aflore la aportación económica de los trabajos de cuidados hoy invisibles como se aboga por su desmercantilización total.

¿El futuro? La transformación verde

Esa sensación de confusión se vivió un poco (al menos, la viví yo) en el citado Congreso Catalán del Trabajo. Si Susskind lo clausuró, la inauguración fue a cargo de Jeremy Rifkin, que en 1995 había escrito un libro de título explícito: El fin del trabajo. Auguraba hace casi dos décadas la liberación de la maldición del trabajo, y nos transportaba a un mundo de abundancia entre robots.

Sin embargo, lejos de hablar del fin del trabajo, o incluso del trabajo, en su paso por Barcelona Rifkin formuló una pregunta retórica de lógica aplastante: “¿Qué puede ser más importante que la extinción?” En consecuencia, su intervención fue un gigante SOS a actuar contra la emergencia climática. En ella recordó que el Mediterráneo es una de las regiones en mayor peligro por el calentamiento global, que no respeta fronteras políticas, y rogó a la presidencia rotatoria española de la Unión Europea que mueva ficha y, a Cataluña, que lidere una biorregión mediterránea porque “puede ser inhabitable la segunda mitad del siglo”.

Cuando a Rifkin se le preguntó dónde hay graneros de empleo, casi molesto por que se le inquiriera al respecto en un congreso sobre trabajo, aludió a la tarea ingente de “transformación del planeta” para la que debemos arremangarnos ante el nuevo paradigma de las energías limpias, las infraestructuras del agua, las nuevas formas de movilidad y de logística, las nuevas edificaciones, las comunicaciones. “Es tonto decir que la IA limpiará ella sola el planeta”, espetó. “Los robots y la IA no crearán ecosistemas, son demasiado complejos. Los seres humanos son ecosistemas”. Valga decir que dio más posibilidades a las pequeñas empresas y cooperativas que a las grandes empresas. ¡El futuro del empleo es verde!

Concentración de la riqueza

Una clave de lo que ocurre la da, sin duda, el empresario y gurú Genís Roca, presdiente de la Fundació PuntCat, cuando señala el problema de la concentración de la riqueza, el (no) reparto de la tarta, el hecho de que los gigantes tecnológicos privados, en connivencia con las administraciones respectivas (léase EE UU y China, eso es cosecha mía), conducen. Empresas que no pagan impuestos donde generan ingresos, que no emplean apenas a gente donde hacen negocio. “El sistema político, legal, fiscal, de garantías sociales, está concebido desde el Estado-nación, cuando el mundo digital tiene escala como mínimo continental (…) El problema que plantea la sociedad digital no es, para mí, si la IA destruye trabajo, sino el hecho de que está rompiendo con el reparto de la riqueza, el problema es a dónde va el dinero que genera. Pagas una cuota mensual a Spotify y, a diferencia de lo que ocurría con la tienda de discos de toda la vida, Spotify no tiene a personas que trabajen aquí, ni paga aquí impuesto de sociedades. Genera riqueza pero empobrece al territorio. Si la digitalización vulnera el trabajo, lo que quiero es otro mecanismo de reparto”, señala Roca.

En busca de pistas, acudo a la Organización Internacional del Trabajo (OIT), y a su informe Perspectivas Sociales y del Empleo en el Mundo, Tendencias 2023. Confirma la cosa. “El ritmo de la innovación tecnológica en la economía digital es intenso, pero los beneficios están poco repartidos”, señala. Más adelante, apunta que “los aumentos de productividad concentrados han sesgado la distribución de las oportunidades de empleo de alta calificación hacia unos pocos sectores tecnológicos, exacerbando la desigualdad y la ralentización de la productividad”. Remarca que se echan en falta avances en aplicaciones “que beneficien a toda la sociedad”, y pone como ejemplo de ello la gestión de la movilidad o la administración de las redes para la transición a la energía sostenible.

La tecnología no va tan deprisa

Por otra parte, la velocidad tecnológica es más aparente que real. “El cambio tecnológico, especialmente en lo que atañe a los nuevos dispositivos y herramientas digitales como la inteligencia artificial, aún no ha cumplido las optimistas predicciones sobre su potencial para acelerar el crecimiento de la productividad y aligerar las tareas más ingratas del trabajo”.

Como colofón, alerta la OIT de que se está produciendo una prolongada desaceleración del crecimiento de la productividad en los países avanzados que, además, se ha propagado a las principales economías emergentes. Añade que “los frutos del crecimiento se distribuyen de forma menos equitativa”, pues la participación del trabajo en el ingreso mundial sigue una tendencia a la baja”. Los salarios pesan menos. Ya sabemos: inflación, subidas de tipos, intentos de mermar la fuerza sindical. No pasa porque sí.

“La inteligencia artificial es imparable. Tenemos que aceptar que avanzará más y más. Pero hablando en términos generales, los avances tecnológicos y digitales suelen crear más empleos que los que son destruidos”, opinaba hace unos días el director general de la OIT, Gilbert Houngbo, en declaraciones a Efe. Para Houngbo, los Gobiernos deben dar oportunidades de formación a la ciudadanía. Preguntado al respecto, Susskind habló de repartir esfuerzos entre gobiernos, empresas y las personas trabajadoras. Por ahora, lo que hay es un desplazamiento del riesgo y de la responsabilidad, salvo quizá en las grandes empresas, de la empresa al individuo: si no te formas, allá tú. Pero, ciertamente en un país ya no de pymes sino de micropymes, los poderes públicos tienen mucho que decir y que hacer en resolver el problema.

Me digo que fue un buen ejercicio el que se planteó al inicio de las sesiones. Elijan una palabra sobre el futuro del trabajo. La primera que apareció en grande, junto a ecología, cambio y otras más, fue “desigualdad”. No sabemos si habrá una élite y el resto, pero la introducción de las tecnologías, por el momento, ha tendido, más que a destruir empleos, a precarizarlos.