El incierto 'para qué' de la Inteligencia Artificial
Langdon Winner, un lúcido pensador sobre las consecuencias sociales de los avances tecnológicos, constató hace tiempo que "apenas se introduce una nueva invención, alguien se ocupa de proclamarla la salvación de la sociedad libre" (La ballena y el reactor, 2008). En el caso de la inteligencia artificial (IA), Eric Schmidt, ex CEO de Google, va más allá.
Langdon Winner, un lúcido pensador sobre las consecuencias sociales de los avances tecnológicos, constató hace tiempo que "apenas se introduce una nueva invención, alguien se ocupa de proclamarla la salvación de la sociedad libre" (La ballena y el reactor, 2008). En el caso de la inteligencia artificial (IA), Eric Schmidt, ex CEO de Google, va más allá. Defiende que los avances en IA generarán oleadas de progreso económico en múltiples ámbitos. Pero advierte a la vez que su desarrollo comporta un combate entre dos sistemas de valores: El de la democracia, que da por sentado que su país representa, y el del autoritarismo del régimen chino, que utilizará la IA para reforzar el control social y suprimir la disidencia.
La advertencia de Schmidt, un personaje tan inteligente como oscuro, supone un reconocimiento implícito de que la tecnología no avanza de modo autónomo, sino condicionada por los objetivos y valores de quienes la impulsan. Sin embargo, su propuesta de considerar a los EEUU como un referente a la hora de aplicar los valores democráticos a los avances tecnológicos no se sostiene.
La propaganda tecnológica utiliza por sistema el ardid de presentar escenarios positivos a la vez que elude considerar los posibles daños colaterales. Aunque es evidente que la sinergia entre la telefonía móvil digital y las redes sociales ha tenido aspectos positivos, ha resultado también en la erosión de la privacidad, la multiplicación de la desinformación, la consolidación de un capitalismo de la vigilancia y en una acumulación extraordinaria de riqueza y poder por parte de una élite restringida, ubicada mayormente en los EEUU.
Ninguno de estos efectos nocivos aparecía en el imaginario de quienes en 2006 jalearon con entusiasmo que la revista TIME designara como persona del año a cada usuario de la entonces bautizada como internet 2.0, argumentando que "you control the Information Age". Una afirmación vacía entonces y falsa hoy, porque el control de la red está fuera del alcance no sólo de la mayoría de nosotros, sino también de los poderes democráticos, incluidos los de la administración norteamericana.
Innovación sin control
Ninguna de esas consecuencias negativas era inimaginable. Tampoco inevitable, pero poco se hizo en su momento para evitarlas. Las tecnologías digitales han evolucionado durante décadas en un contexto de innovación sin permiso ni control social. En tanto no se revierta este clima de permisividad, existe el riesgo de que la nueva ola de avances tecnológicos conduzca a una realidad futura de las sociedades digitales que acabe siendo más perturbadora que las fantasías distópicas de Black Mirror y similares.
El impulso a la automatización que abandera ahora la IA viene de lejos. La posibilidad de construir máquinas cada vez más complejas se multiplicó a partir de finales del siglo XVIII. Pero el verdadero motor de la revolución industrial fue que los industrialistas, al amparo de la entonces naciente ideología del capitalismo de mercado, se apropiaron de los nuevos recursos de producción, acumulando con ello cuotas desproporcionadas de riqueza y poder. Una apropiación que lleva visos de reeditarse. Porque mientras el maquinismo se amplía con la disponibilidad de los ordenadores y el software avanzado, la voracidad del capitalismo de mercado permanece intacta o incluso ampliada.
En este contexto, un artículo reciente del economista Erik Brynjolfsson propone una reflexión alejada del buenismo tecnológico al uso. Se suma a quienes sostienen que la promesa de una "inteligencia mecánica" hace verosímil la expectativa de una nueva ola de creación de riqueza y de más tiempo de ocio. Pero su optimismo se modera cuando aborda el análisis del propósito (el 'para qué) de hacer avanzar esta inteligencia, en el que según la OCDE se invirtieron en 2020 unos 75.000 millones de dólares.
Dos propósitos
Brynjolfsson distingue a este respecto entre dos 'para qué': De una parte, el de emplear la "inteligencia mecánica" para emular la aplicación de la inteligencia humana en la realización de determinadas tareas. Por otra, el de aumentar las capacidades de las personas para acometer nuevos retos. En el primer caso, el foco de interés apunta a las máquinas; en el segundo, se centra en las personas.
La preferencia de mentes brillantes por emular las capacidades de la inteligencia humana puede achacarse a una falta de imaginación. O a que, como explicaba en 1995 Bill Gates en su obra Camino al futuro, experimenten como irresistible la tentación de demostrarse capaces de controlar el comportamiento de máquinas que, dicho sea de paso, no tienen la capacidad de oponer resistencia. La cuestión merecería, pienso, un análisis más detallado. Sea como fuere, lo que resulta evidente es que al dotar a las máquinas de capacidades comparables a las de los trabajadores, crece el poder de negociación de quienes controlan las máquinas para decidir sobre las personas, incluso para relegarlas.
Hay precedentes. La historia de la introducción en las factorías de las máquinas de control numérico muestra cómo el interés de los empresarios por limitar el poder de los trabajadores y los sindicatos influyó en la elección entre opciones técnicas comparables. Hay riesgo de que esa historia se repita. Las llamadas a un desarrollo de la IA "centrado en las personas" son una admisión tácita de que ésta no es aún la orientación dominante. En paralelo, las propuestas (como ésta) de promover la convivencia entre las inteligencias humana y mecánica suelen dar por sentado que son las personas quienes se han de adaptar a las máquinas y no a la inversa.
Resulta asimismo destacable que un trabajo sobre "Futuros Económicos positivos de la IA", encargado por el World Economic Forum, concluya que es posible imaginar tales futuros, si bien convertirlos en realidad obligaría a superar "profundas divergencias ideológicas" y "enormes dificultades prácticas". Tal vez sea cierto. Pero renunciar a ello equivale a aceptar que la decisión sobre los 'para qué' de los avances en inteligencia mecánica continúen en manos de una pequeña minoría de empresas privadas e individuos ultrarricos. Es urgente incorporar la ética y la política a los discursos sobre tecnología. Porque quienes sostienen que los avances tecnológicos deberían estar al margen de la política están en la práctica defendiendo su opción política. Es momento, como recomendaba Lakoff, de defender nuestros valores y enmarcar el discurso.