El desarrollo de la ciencia económica tomó durante muchos años como referente al homo economicus, un ente imaginario cuyo comportamiento en relación a la economía y las finanzas sería al ciento por ciento racional. La hipótesis de este ser ficticio, que permitió simplificar las matemáticas de los primeros modelos económicos, está ya sobradamente desmentida. Investigaciones como las de Daniel Khaneman evidencian la influencia de elementos no racionales en nuestros comportamientos, descritos como animal spirits en el ámbito específico de la economía.
Podemos por analogía postular que la propaganda a favor de lo digital apunta a seducir a un hipotético homo digitalis, dispuesto a aceptar sin cuestionarlos relatos que destacan los beneficios de las ofertas digitales a la vez que soslayan sus aspectos menos positivos. Lo cierto, sin embargo, es que como acontece con los comportamientos del homo economicus en lo económico, los comportamientos del homo digitalis al respecto del hecho digital no son siempre racionales. Muchos nos equivocamos, por ejemplo, al confiar en que la disponibilidad de la World Wide Web y las redes sociales daría lugar a una idílica sociedad de la información y el conocimiento. Sabemos que los smartphones crean dependencia, a pesar de lo cual sólo una minoría se manifiesta dispuesta a volver a los Nokia básicos que en tiempos consideramos estupendos y hoy obsoletos. Sabemos que cuando las ofertas digitales son gratuitas es porque nosotros somos el producto, por lo cual la confianza de millones de personas en los beneficios de la inteligencia artificial (IA) parece más el resultado de un acto de fe que de un raciocinio consciente. Lo mismo puede decirse, corregido y aumentado, de quienes se muestran dispuestos a confiar en ChatGPT como sustituto de un psicoterapeuta.
La influencia de lo digital en las maneras de pensar, sentir y actuar de las personas es cada vez más evidente. Crecerá, sin duda, a medida que aumente la capacidad de los autómatas para llevar a cabo tareas que hasta hace poco se consideraban sólo al alcance de los humanos. Adquirirá así más fuerza la tentación a la interpasividad, a delegar en lo digital responsabilidades que en principio corresponderían a las personas. De entre ellas, tal vez la más crucial sea la de reconocer, preservar y potenciar nuestras capacidades de pensamiento, imaginación e intuición, no sea el caso de que los homo digitalis lleguemos a confundirnos con los robots y ser confundidos por ellos.
Convendría también para evitar esa catástrofe indagar acerca de los impulsos e intereses que subyacen a la expansión de la influencia digital, que incluyen animal spirits del ámbito económico. Podemos para ello inspirarnos en los versos con los que Borges describía una partida de ajedrez:
"Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonía?"
Espabilemos. Lo digital augura amenazas tanto como promesas, si bien, como advertía Yeats, "los mejores carecen de toda convicción, mientras los peores están llenos de apasionada intensidad".