La tecnología no es neutra. Si lo fuera, no despertaría pasiones. Sin estas, el libro (La generación ansiosa) en el que Jonathan Haidt despliega su tesis acerca de los efectos nocivos de las pantallas no se habría aupado en un suspiro a los primeros puestos de las listas de ventas. En paralelo, sin embargo, sus argumentos suscitan críticas también apasionadas entre profesionales que consideran que, si bien el aumento de la incidencia de desórdenes psicológicos en adolescentes correlaciona con la adopción masiva de las pantallas, no hay base científica para atribuir una relación de causa-efecto entre ambos fenómenos.
El debate debe tener su intríngulis, porque incluso un medio de reputada solvencia como la revista Nature ha publicado sin tomar partido tanto los argumentos de Haidt como los de su oponente más destacada. No lo haré yo tampoco, porque intuyo que hay una batalla de egos subyacente a la polémica, que podría además estar contaminada por filias y fobias acerca de la tecnología y materias afines. Desde Wired, por ejemplo, tercian en el asunto con argumentos afines al determinismo tecnológico y la ideología individualista característica de Silicon Valley. Sostienen que la conexión digital permanente es una realidad del siglo XXI ante la que no hay posibilidad realista de vuelta atrás. Que debería bastar con educar a jóvenes y no tan jóvenes en la adopción de prácticas sanas en el uso de los móviles y en el ejercicio de un juicio crítico y responsable sobre los contenidos a los que acceden. Que si las personas escogen utilizar los móviles y acceder a las redes sociales es porque ello les comporta beneficios evidentes. Que poner restricciones a las pantallas no es solo innecesario, sino antidemocrático y regresivo; un atentado a la libertad.
Hay una coincidencia evidente entre este tipo de argumentos y los que ha utilizado la industria del tabaco durante décadas, o los que hacen responsable de la obesidad a la falta de disciplina personal, pasando de puntillas por el efecto de la propaganda ubicua de comida basura. Ya sabemos a dónde conduce estirar de este hilo. Por eso me ha parecido interesante que danah boyd, una académica e investigadora de Microsoft, proponga que "las pantallas son el síntoma", cuya causa hay que buscar en la "configuración social que ha convertido las pantallas en el canal dominante para lo social, la interacción y el entretenimiento".
Somos por lo general poco conscientes de qué y cómo conforma el proceso de adopción social a gran escala de una tecnología. El teléfono móvil empezó siendo un síntoma de estatus profesional, un artilugio del que ejecutivos trajeados hacían ostentación hablando en voz alta por su terminal mientras paseaban arriba y abajo por la sala de espera del puente aéreo. Ver hoy pendientes del móvil a los riders de las empresas de entrega a domicilio muestra hasta qué punto lo que empezó como un privilegio profesional se transmuta en una imposición.
Algo similar ha sucedido también en el ámbito personal. La oferta primero del móvil y más tarde del smartphone se acompañaban de la promesa, en parte veraz, de liberarnos de las limitaciones del espacio y del tiempo. Pero es a la vez cierto que, sin apenas habernos dado cuenta, el smartphone se ha convertido en un instrumento de dominación de quienes se muestran incapaces de resistir la pulsión de utilizarlo en todo momento, sea cual sea el espacio y la ocasión.
Algunos críticos digitales detectan la existencia de un patrón común en ofertas tentadoras del sector tecnológico: ofrecen primero algo que atraiga a los individuos y los enganche; luego abusan de ellos a fin de crear valor para sus clientes de negocio; por último, abusan también de esos clientes para acaparar ellos mismos todo el valor. Un referente a tomar en cuenta ante el anuncio de que pretenden tentarnos con la oferta futura de un "colega supercompetente" que después de aprender todo sobre toda nuestra vida, sobre cada correo electrónico, sobre cada conversación que hayamos mantenido, podrá liberarnos de la carga de tareas cotidianas.
No acojamos este tipo de promesas con el lirio en la mano. Ya no hay excusa para la inocencia.