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Nueva Ley de Empleo: viejos y nuevos retos

Más allá de las normas, es necesario definir estrategias, objetivos, metodologías y evaluaciones que permitan ajustar los servicios a las necesidades de las personas, las empresas y los territorios

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Trabajadores

Los problemas de las políticas de empleo en España no han sido ni son originados, propiamente, por su Ley de Empleo. De hecho, por importantes que hayan sido en algunos momentos las críticas, en particular las destinadas a las políticas activas, nunca se han focalizado en la Ley. La Ley anterior —de 2003, refundida mediante Real Decreto Ley en 2015— solamente tuvo dos desarrollos o modificaciones substantivas. En 2010, después de un encendido debate sobre lo que entonces se llamaba el monopolio del INEM en la gestión de la intermediación, se saldó con la regulación de las agencias de colocación que habrían de superar todos los males del mercado de trabajo. Hoy nadie habla de ello y apenas se publica la información sobre la actividad y resultados de dichas agencias. En 2011, un RDL reestructuró tanto los servicios de las políticas como la estructura de instrumentos estratégicos y gobernanza, que de hecho se han mantenido a grandes rasgos ahora en la Ley 3/2023 aprobada en febrero en el Congreso de los Diputados. Por el camino, algunos RD establecieron compromisos de realización de los itinerarios personalizados que nunca se llegaron a cumplir.

Por ello resultó hasta cierto punto sorprendente que el Plan de Transformación, Recuperación y Resiliencia (PTRR) incluyera en su componente 23 la aprobación de una nueva ley de empleo, en aquel momento justificada por la necesidad de modernización de las políticas activas y la mejora de la gobernanza del sistema. El hecho es que la elaboración de la nueva ley, lamentablemente, no ha tenido mucho seguimiento ni debate público (¿cuántas tribunas o artículos recuerdan al respecto?) para ser un tema —el del empleo y el paro— que continúa figurando entre las principales preocupaciones de la ciudadanía según los estudios de opinión pública.

Los problemas a los que nos referíamos al inicio pueden sintetizarse básicamente en cuatro:

i) Después de muchos años no se ha conseguido conformar un sistema público de empleo que sea claramente identificado por sus potenciales beneficiarios (población trabajadora, personas desocupadas, empresas…) como útil, accesible y fiable. La inscripción en los servicios públicos de empleo tiene un alto sesgo de trámite administrativo relacionado con el acceso a prestaciones o participación en programas. Buena parte de los registrados ni reciben ni tienen expectativas de recibir un servicio. El resultado es una baja credibilidad del sistema y una bajísima calidad de los datos que se manejan, lo que afecta a su vez la posibilidad de intermediación. Y la porosa frontera real entre inactivo, parado y ocupado muchas veces se obvia en la gestión de las políticas.

ii) Las políticas concretas se realizan mediante programas dotados anualmente, discontinuos, y no parecen tener mucha relación directa ni con el ciclo del mercado de trabajo (la mayoría de los programas han sobrevivido a todas las crisis y recuperaciones) ni a la gran heterogeneidad territorial de situaciones. Las Comunidades Autónomas, siendo generosos, han sido poco creativas al respecto. No ha existido hasta la fecha, como bien caracteriza otros servicios públicos, una distinción entre los servicios ordinarios que se prestan (que son la vía de acceso y “perfilado” —como ahora se dice— de la población) y los programas que deben dar respuesta a sus muy diversas necesidades. Se han multiplicado los programas siguiendo una tendencia —al parecer innata— de los gestores de poner nombres diferentes a la misma cosa.

iii) A pesar de encabezar el gasto sobre PIB de los principales países europeos (el último dato lo sitúa por encima del 4,5%, debido a los Expedientes de Regulación Temporal de Ocupación de 2020), ello se debe a nuestro diferencial de paro estructural y el extraordinario peso de las políticas pasivas. Un análisis del gasto comparado por desempleado en políticas activas hace sonrojar. Estamos a un 60% de la media de la zona euro, y se necesitarían 5.500 millones anuales suplementarios para igualar el gasto en servicios y programas. Todo ello se debe a que la financiación de estas políticas sigue anclada en la fuente de las cotizaciones sociales por desempleo y formación profesional. En los años buenos, estos ingresos financian de sobra el gasto en prestaciones y políticas activas, pero en los malos ni siquiera cubren las prestaciones, de manera que en el ciclo que más se necesitarían políticas activas la financiación proveniente de los Presupuestos Generales del Estado se destina básicamente a ello. En paralelo, el ajuste fiscal posterior a la crisis financiera de 2008 y las posteriores políticas de empleo público supusieron graves deterioros de la capacidad de las oficinas de empleo: piensen solamente en el programa de 1.500 orientadores temporales como remedio ante la gran crisis de empleo.

iv) El sistema no se reconoce a sí mismo. El núcleo de valor de las políticas de empleo (cómo acompañar a los desempleados, cómo mejorar su empleabilidad, cómo mejorar la intermediación, etc.) se encuentra distribuido en multitud de actores (ayuntamientos, entidades no lucrativas, agentes sociales...) que están en la práctica fuera del sistema, actuando como proveedores del mismo. No existen protocolos establecidos y aceptados, ni estándares (tampoco económicos), ni sistemas de información que permitan al conjunto disponer de información valiosa.

¿Aborda directamente la ley aprobada esos problemas y plantea soluciones? No lo parece, cuanto menos explícitamente y con valentía. ¿Abre la nueva ley vías de mejora en esos ámbitos? Sinceramente creemos que sí, pero depende no tanto de la ley en sí como de qué estrategia concreta adopte el ministerio y las CCAA para aplicarla.

Examinemos algunas de las novedades importantes de la nueva ley a la luz de dichos problemas:

1. Los servicios garantizados. Es una de las novedades más destacables, no tanto por su contenido (diagnóstico, itinerario personalizado, ...), que no dista mucho del que ya existía en el texto refundido, sino precisamente en su adjetivación como garantizados. Es una fórmula para evitar declarar derechos subjetivos, pero posibilita que en la práctica puedan reclamarse. Ahora bien: ¿cómo organizar la garantía de esos servicios y en cuánto tiempo? ¿cómo mantener actualizados los mismos? Esta es una tarea ímproba para satisfacer a más de dos millones y medio de desempleados, y solamente tiene factibilidad si de una vez se definen estándares. Y, lógicamente, si se garantiza dotación presupuestaria para realizarlos; caso contrario será una prescripción legal sin posible aplicación práctica efectiva.

2. Programación y financiación plurianuales. A pesar de mantener básicamente la arquitectura preexistente (Estrategia Española> Programaciones de Conferencia Sectorial > Planes Desarrollo Políticas de empleo CCAA>), la ley abre la puerta a la programación y financiación plurianual, en este caso (art 62.2 de la Ley) “por Acuerdo del Consejo de Ministros, previo informe del Ministerio de Hacienda y Función Pública”. Siendo un avance, su carácter discrecional no se compadece con la necesidad imperiosa de dar continuidad a los servicios y programas para hacerlos más efectivos.

3. Modernización y gobernanza del sistema. La ley pone mucho énfasis en la modernización de los sistemas de información. En efecto, el potencial de la gestión de datos y actuaciones con las tecnologías actuales es muy importante, en favor de mejoras tanto de los servicios como de las políticas. Sin embargo, ello solamente será posible si el sistema es capaz de poner en valor, actualizado, toda la información que acumula, y que en buena parte está hoy fuera del mismo, en los gestores de las acciones. No se trata de un tema de control burocrático, sino del núcleo de gobernanza del sistema. Por ello, juzgamos como muy tímida las referencias finalmente incorporadas en la ley al papel de las entidades locales y otros agentes activos de las políticas activas de empleo, un tratamiento que podría haber sido mejor y es decepcionante, sobre todo si se conocen las versiones anteriores, que llegaron incluso a plantear la creación de consorcios entre los tres niveles administrativos. Quedará todo al criterio y orientación de las CCAA y a la capacidad de presión e influencia de los interlocutores institucionales y sociales el despliegue de este aspecto.

En resumen, la mayoría de los antiguos retos siguen pendientes y se añaden nuevos. La nueva Ley de Empleo permite empezar a abordarlos. Y todo está en manos de los actores políticos, sociales e institucionales para que en unos decenios no rememoramos lo buena que era y lo poco que conseguimos aplicarla. Más allá de las normas (que siempre son mejorables) es necesario hacer un esfuerzo por definir estrategias, objetivos, metodologías, sistemas de información, evaluaciones, que permitan ajustar las políticas (o los servicios, o los programas) a las necesidades de las personas, las empresas y los territorios, es decir, a las necesidades del mercado de trabajo. Bienvenida sea la nueva Agencia Española de Empleo si esta vez es algo más que un cambio de nombre.

Eduard Jiménez es economista y consultor en políticas públicas.

Francisco Ramos es doctor en Derecho, sociólogo y técnico en políticas de empleo.