Los medios se han hecho eco estos días de la multa de 1.200 millones de euros que la Comisión de Protección de Datos de Irlanda ha impuesto a Meta (antes Facebook) por infringir la normativa sobre el traspaso de datos personales de ciudadanos europeos desde la sede europea de Meta en Irlanda hacia EE UU. La empresa ha respondido a la decisión de la autoridad irlandesa, expresada en un texto de más de 200 páginas repleto de tecnicismos legales, con un breve comunicado de apenas dos folios, que así y todo contiene aspectos dignos de comentario.
El portavoz de Meta empieza expresando, diríase que a modo de justificación, que "miles de empresas y otras organizaciones" utilizan a diario transferencias internacionales de datos para los servicios que prestan. Aunque ello pueda ser cierto, no sirve como excusa. Como propietaria de Facebook, Instagram y Whatsapp, Meta es una de las empresas de Internet con mayor volumen de usuarios y de tráfico. Su tamaño digital, en este caso el de su infracción, importa, y mucho.
Se añade a lo anterior que no se sanciona a Meta por el uso de transferencias transfronterizas de datos en general, sino por el de aquellas que al contener datos personales pueden poner en riesgo de privacidad personal. No es cierto que, como Meta afirma, esas transferencias sean básicas para “la Internet abierta y global”. Lo son solo para empresas cuyo modelo de negocio se basa en el tratamiento intensivo de datos personales. Es también inexacto que, como afirma la nota de Meta, imponer limitaciones a la transferencia internacional de datos conlleve el riesgo de fragmentación de Internet. La Red es mucho más que Meta, y seguiría siendo abierta y global aunque Meta se viera obligada a un rediseño sustancial de sus servicios.
Por otra parte, Meta es una empresa centralizada y opaca, responsable en gran medida de la toxicidad actual de las redes sociales y carente de toda autoridad moral como portavoz de una Internet abierta. Rediseñar sus redes para que fueran más abiertas y descentralizadas, quizá también menos globales, sería doblemente beneficioso. De entrada, porque su diseño actual despierta en muchas personas animal spirits como el impulso al cotorreo o la tentación narcisista, cuando no la disposición a la desinformación, la manipulación o el engaño. También porque el tamaño sí importa; el poder que de él se deriva debería conllevar una responsabilidad que personajes como Mark Zuckerberg o Elon Musk no parecen capaces o dispuestos a ejercer.
El economista E.F. Schumacher escribió en Lo pequeño es hermoso que "una actividad que no reconozca el principio de la autolimitación es diabólica". Abogaba así por una economía concebida "como si la gente importara". Un llamamiento similar al respecto de la economía digital y de tecnologías como las redes sociales o la inteligencia artificial sería hoy pertinente.