¡Cumplan la Constitución!
El pacto para la Ley de Vivienda va en la buena dirección, pero no resolverá el enorme problema sin una inversión masiva en vivienda de alquiler social
El reciente pacto de la izquierda para aprobar la Ley de Vivienda va en la buena dirección, aunque no podrá resolver por sí misma el enorme y enquistado problema del acceso al techo de las clases populares e incluso medias en España.
Va en la buena dirección, puesto que inaugura por fin el camino de considerar que la vivienda no es una mercancía de mercado como tantas otras, sino un derecho fundamental, proclamado nada menos que por la misma Constitución, porque todo el mundo necesita un techo donde vivir.
Pero no es todavía la solución: es tanto el retraso que llevamos que se requiere un esfuerzo muchísimo mayor y que se ponga el foco no tanto en los límites del aumento del precio de los alquileres -una medida necesaria, al menos de forma transitoria en momentos excepcionales-, sino en construir un gran parque de vivienda social que tenga como función proveer un derecho y no solo acumular beneficios.
Los límites a los aumentos desmesurados de precio en las zonas tensionadas -en la práctica, la gran mayoría de grandes ciudades- ha generado mucho ruido mediático, con potentes altavoces para las voces catastrofistas que auguran un efecto contraproducente. Según estas advertencias, la medida va a provocar aumentos todavía mayores al desencadenar la súbita retirada de pisos de la oferta ante el ataque al sacrosanto mercado que en su opinión supone el hecho de que los precios, que en muchos casos están por las nubes, únicamente puedan subir un máximo del 3%.
Estas reacciones furibundas ante medidas moderadas de impronta socialdemócrata no son ninguna novedad: la inminente llegada del Apocalipsis suele anunciarse cada vez que se impulsan medidas sociales y muy a menudo se canaliza a través de informes de “expertos” que parten de modelos más ideológicos que científicos y que suelen quedar desmentidos luego por los hechos. Abundan los ejemplos, ya sea ante las subidas del salario mínimo o en el colapso del modelo de pensiones públicas, que algunos expertos -a menudo con evidentes conflictos de intereses por su trabazón con los fondos privados- vienen anunciando sin ruborizarse para pasado mañana desde hace más de 30 años.
Nadie puede saber si la nueva ley realmente va a funcionar. Pero lo que sí sabemos con certeza es que lo que no ha funcionado es el marco legal vigente, que tras la llegada de José María Aznar a la Moncloa, en 1996, fio completamente al mercado un derecho tan fundamental como la vivienda. Entiéndase: no ha funcionado para la gran mayoría de los ciudadanos, que en el mejor de los casos van con la lengua fuera para encontrar un hogar. Pero sí ha funcionado, y mucho, para los inversores privados, y para gigantes de Wall Street como Blackstone, que sobre todo tras el crash de la década pasada no han parado de acumular gangas y beneficios.
Los resultados están a la vista de todos y son sencillamente catastróficos: para muchos ciudadanos, encontrar un techo donde vivir se ha convertido en una estresante odisea, sobre todo para las clases populares.
Los últimos datos de Eurostat apuntan a que el 60% de los trabajadores con retribuciones por debajo del salario mediano destinan de media el 40% de sus ingresos a la vivienda, uno de los porcentajes más altos de Europa y considerado insostenible por los expertos. Y ello no capta siquiera el drama de centenares de miles de personas que no pueden superar las barreras de entrada del sistema o que son brutalmente expulsados: más de 400.000 personas han sido desahuciadas desde la Gran Recesión que arrancó en 2008, según datos oficiales, una práctica brutal cuya intensidad ha repuntado en los últimos tiempos y ahora cada vez más centrada en los alquileres.
Necesidades descomunales
En buena lógica ante la dimisión del Estado, España está a la cabeza de la UE en estragos sociales como consecuencia de la falta de acceso a la vivienda y ello es debido en buena medida a que está en la cola de la inversión pública. En las décadas de 1980 y 1990, este país hizo un gran esfuerzo en las viviendas de protección oficial (VPO), pero el nuevo paradigma neoliberal de dejar este derecho social en manos del mercado eliminó casi por completo este parque fundamental para el acceso al techo de las clases populares.
De un lado, se facilitó que la VPO pasara al mercado privado, con ejemplos tan sangrantes y grotescos como el del Edén liberal de Madrid, donde la vivienda social se cedió a un precio regalado a los gigantes de Wall Street coincidiendo con en el momento más duro de la Gran Recesión, cuando las familias eran expulsadas a mansalva de sus hogares. Del otro, se dejó de construir VPO: ¿para qué, si pensaban que el mercado funciona de forma mágicamente eficiente y además genera pingües beneficios?
Hoy España está muy por debajo de la media europea en vivienda social de alquiler, con apenas el 1,6% frente al 9,6% de media, y a distancia sideral de países como Holanda, con el 30%. Y la inversión pública dedicada a ello es irrisoria: apenas el 0,15% del PIB.
Como explica muy bien el economista Alejandro Inurrieta en el libro Vivienda: la revolución más urgente (Alternativas Económicas, 2022), vamos tan retrasados que ninguna ley va a resolver la situación si no va acompañada de una inversión masiva en la construcción de vivienda de protección oficial para el alquiler, ya sea pública o privada pero bajo supervisión pública. Ni siquiera las 50.000 viviendas que la Sareb podría aportar para ello, y que el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ha anunciado ya que van a movilizar, supondría un verdadero alivio de fondo: Inurrieta calcula que las necesidades de vivienda de alquiler social son tan descomunales que se sitúan nada menos que en torno a los ocho millones de pisos.
Es el precio a pagar por haber preferido durante tantos años el fundamentalismo de mercado a la Constitución, que en su artículo 47 subraya que “todos los españoles tienen el derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada” y obliga a los poderes públicos a “promover las condiciones necesarias y establecer las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho”.
La Constitución tiene muchísimos más artículos que los que establecen la unidad de España. Los que dicen proclamar cada día su adhesión inquebrantable a una norma que en algunos casos consideran inmutable deberían dejar de desgañitarse en protesta por la ley de vivienda y ponerse manos a la obra: ¡que se cumpla!